Con el sillín y el manillar de una vieja bicicleta, Pablo Picasso (Málaga, 1881-Mougins, 1973) realizó Cabeza de toro (1942), una vanitas, género que reflexiona sobre la fugacidad de la vida, con la que quiso homenajear a su gran amigo Julio González (Barcelona, 1876-París, 1942), fallecido repentinamente en su casa de Arcueil, al sur de París, el 27 de marzo de 1942 a los 66 años.
Con la capital francesa ocupada por las tropas alemanas, fueron muy pocos los asistentes al funeral: los familiares más allegados y dos amigos artistas, Pablo Picasso y Luis Fernández.
La Cabeza de toro es la pieza elegida para arrancar el recorrido de la exposición Julio González, Pablo Picasso y la desmaterialización de la escultura, que se puede ver hasta el 8 de enero en la sede madrileña de la Fundación Mapfre.
Con más de 170 obras, entre esculturas, pinturas y dibujos prestadas por grandes colecciones públicas y privadas, esta exposición es un homenaje póstumo al historiador e investigador Tomás Llorens, quien junto a su hijo Boye Llorens Peters fue el comisario de esta muestra, considerada como una de las más importantes que se le dedican al genio malagueño en el 50 aniversario de su muerte.
La tesis que Tomás Llorens desarrolla en la exposición es el resultado de años de trabajo centrados en la colaboración artística de Picasso y González. Casilda Ybarra, conservadora de artes plásticas de la Fundación Mapfre, explica que esa tesis demuestra que la manera de ambos de trabajar el metal iba a tener una gran influencia en la producción artística de las décadas centrales del siglo XX.
Gracias a ellos se llegó al nacimiento de la escultura abstracta, el equivalente escultórico del expresionismo abstracto y del informalismo.
La idea de colaborar surgió de Picasso, a quien un comité de expertos le había pedido la realización de un monumento conmemorativo dedicado al poeta francés Guillaume Apollinaire, fallecido en 1918. Pasaron diez años desde que se produjo el encargo hasta que al artista se le ocurrió la idea de construir una jaula de hierro “con una profunda estatua de nada, como la poesía, como la gloria”, escribió en referencia a un pasaje de Le poète assassiné [El poeta asesinado], una novela más o menos autobiográfica del escritor en la que el protagonista anunciaba su propia muerte, cuenta Casilda Ybarra.
Plasmar esa pieza con nada dentro se convirtió en el gran desafío. Picasso piensa entonces en una jaula porque, según escribe Tomás Llorens en el catálogo, “las jaulas dan forma al aire. Lo encierran sin encerrarlo, porque no hay nada más libre que el aire en una jaula”.
La exposición, que ocupa las dos plantas principales de la sede de la Fundación Mapfre en Madrid, traza la historia de ambos artistas por separado y juntos, y reconstruye los contextos históricos y artísticos por los que se movieron.
Para situar al visitante se recuerda que Julio González y Pablo Picasso se conocieron en Barcelona a finales del siglo XIX en el contexto del modernismo tardío.
En las cartelas de las salas se cuenta que, en ese tiempo, la ciudad fue escenario de distintos debates que tuvieron un fuerte impacto tanto en sus respectivas trayectorias como en las de otros artistas de su generación, como Isidre Nonell, Joaquim Mir, Pablo Gargallo, Ricard Canals o Carles Mani.
Es también un tiempo en el que se empieza a cuestionar la difusa línea que separaba las bellas artes y las artes decorativas, con el consiguiente renacimiento de las segundas, en especial la forja del hierro. No hay que olvidar que los oficios ligados a la construcción y acondicionamiento de interiores viven entonces una importante expansión animada por el auge de la arquitectura modernista.
La valoración de la belleza como valor artístico sin más no impide que los mismos artistas contemplen con dolor los problemas sociales inherentes a una modernidad que no llega a todos por igual.
Los pobres y los desamparados están en el periodo azul de Picasso, al igual que Julio González se ocupa de ellos en lienzos como Los degenerados de Mani o en la Pequeña maternidad con capucha.
Amigos y colegas en la Barcelona modernista, González y Picasso ahondaron en su relación en París a lo largo de tres décadas, durante las que se trataron de manera intermitente. En las salas siguientes se entra a fondo en cómo cada uno de ellos llega a la desmaterialización de la escultura.
Son los años que van de 1918 hasta 1925 y cada uno traza su ruta buscando la escultura como acción, como idea o como proceso.
‘Los miserables (Pobreza)’ (1903), de Pablo Picasso.
Soldador en la Renault
Casilda Ybarra cuenta que Julio González, hijo de padre orfebre y dueño de un dominio completo de la técnica de la soldadura aprendido en la Renault, era el complemento perfecto para Picasso.
“En París estuvieron unos años sin hablarse por culpa de Joan González, hermano de Julio. Se reencontraron en 1928 y sin rencores empezaron a trabajar juntos”.
Una veintena de obras firmadas por Picasso, pero realizadas gracias a la pericia de González, pueblan las siguientes salas. De ellas se salta a rotundos ejemplos cubistas como la Guitarra de Picasso (1924) y El arlequín (1930) de Julio González.
En el final del recorrido se aborda cómo ambos intentaron dar forma a la nada en el monumento dedicado a Apollinaire. Picasso soñaba con una escultura de hierro, transparente, y para ello contaba con las manos de González.
Trabajaron juntos durante numerosas sesiones entre 1928 y 1932. Del taller salieron varias figuras, cabezas y ensamblajes.
- Ninguna fue del agrado del comité que encargó la escultura funeraria. La pieza más destacable de todas las realizadas en esa tanda fue Mujer en el jardín, una obra que Picasso guardó para su castillo de Boisgeloup.