La obra de Chaves Nogales, autor popular y de prestigio en su tiempo, fue dada por muerta al no tener quien se ocupase de ella y no servir como munición de ninguna causa.
“De todas las complicaciones creadas por los animales domésticos ante la guerra, la más grave es la originada por los perros falderos”, escribe Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897-Londres, 1944) en una de sus últimas crónicas, esta inédita que publica Libros del Asteroide en su Obra completa (cinco volúmenes que incluyen 70 textos inéditos, algunos nunca publicados en libro, otros no publicados nunca). Se refiere Chaves a las mujeres parisienses evacuadas a las aldeas con sus perritos perfumados y limpios, acostumbrados a la calefacción central y a los cojines de pluma que irritan a las campesinas. La historia da a Chaves un artículo sobre el destino de muchos animales en las guerras, como las vacas retorciéndose de dolor, mugiendo enloquecidas, porque nadie las ordeña, o la estampida de aves de Polonia cuando se acercaban los nazis y su estruendo de cañones. Pero cuando escribía que de todas las complicaciones de los animales en la guerra, la más grave es la del perrito faldero, Chaves Nogales, que jamás utilizaría una metáfora de ese calibre, bien podía estar hablando de su oficio de periodismo, del material de su oficio, la política, y hasta de sus lectores. De lo que seguro no hablaría sería de él mismo, porque todas las complicaciones que él sufrió desde 1936, incluyendo dos exilios, y que le llevaron primero a una tumba sin nombre de un cementerio de Londres y después a un olvido de 50 años, fueron provocadas por no ser un perro faldero.
Todas las complicaciones que sufrió desde 1936, incluyendo dos exilios, y que le llevaron primero a una tumba sin nombre de un cementerio de Londres, y después a un olvido de 50 años, fueron provocadas por no ser un perro faldero
Se suele citar mucho en tiempos de zozobra el prólogo famoso de Chaves Nogales de A sangre y fuego, a menudo como salmodia y sin más interés que el de ingresar, o fingir que se ingresa, en la vaporosa Tercera España, la de quienes dicen hacer méritos, casi siempre pomposos, para ser fusilados por azules y rojos; otras veces, las necesarias, como advertencia sumaria de lo que le ocurre a un país cuando se disuelve la crítica en nombre de una militancia ciega; en algunas ocasiones, como lavado ponciopilatesco de manos justificando higiene, sobre todo ahora en la covid, para decir que todos son malos y tú no. El caso es que la obra de Chaves Nogales, autor popular y de prestigio en su tiempo, fue dada por muerta al no tener quien se ocupase de ella y no servir como munición de ninguna causa, y hoy, recuperada, todas las causas la quieren consigo. El prólogo es un texto impresionante cuyo célebre inicio (“Yo era eso que los sociólogos llaman un ‘pequeño burgués liberal’, ciudadano de una república democrática y parlamentaria”) va alcanzando altura hasta llegar a la madre del cordero: “Yo he querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos. Para un español quizá sea éste un lujo excesivo”.
Ese Chaves que ya escribe a principios de 1937 desde un arrabal de París —en contra de lo que se da a entender y él no desmiente, él no estuvo presente en los episodios que relata de la Guerra Civil, pues había marchado “a la misma hora” que el Gobierno marchó a Valencia— es un hombre persuadido, a la luz de la sangre y el fuego, de que España será una dictadura, y prefiere no quedarse para saber de quién. Pero no se cita tanto, ni es tan famoso, el prólogo de La agonía de Francia, quizá porque hoy no es tan cómodo (el de A sangre y fuego no lo fue en su momento, cuando más coraje se necesitaba para escribirlo; en aquel momento, de hecho, era la subversión) y porque en él se emboscan tesis tan exactas y reproducibles que conviene coger aire para repasarlas. Habla, Chaves, de la caída de Francia. Lo hace desde el dolor de quien llegó escapado a París siendo consciente de que llegaba no tanto a una ciudad como al mito “de la democracia, de la libertad y de los derechos humanos” antes de que Francia se derrumbase, como un castillo de naipes, ante los nazis. “Hoy no puedo disociar la devoción de los pobres demócratas de Europa por Francia de la devoción ingenua de los proletarios de todo el mundo por aquella momia maquillada que monta la guardia a la entrada del Kremlin”.
En esas líneas, Chaves Nogales condensa la mirada, el ojo crítico e impiadoso, y el arrojo del gran reportero del periodismo moderno. ¿Cómo se rinde una gran ciudad como París? “Seguíamos manteniendo la ilusión de que la gran ciudad engendra el mito de la ciudadanía (…). Se ha demostrado que es poco menos que imposible paralizar la vida de una gran ciudad, conseguir que dejen de circular sus tranvías, que los guardias dejen de regular el tráfico y los carteros de repartir las cartas. Ni guerras ni revoluciones lo logran. (…) Ahora bien, esta organización colosal de la vida moderna, este funcionamiento perfecto e indestructible de sus servicios, esta continuidad inalterable de su actividad que desafía todas las amenazas exteriores y da seguridad y confianza al ciudadano es totalmente ajena e independiente de las funciones superiores del Estado y aun de la vida misma de éste. El Estado puede hundirse y desaparecer para siempre y el pueblo puede caer en la esclavitud sin que el autobús haya dejado de pasar por la esquina a la hora exacta, sin que se interrumpan los teléfonos, sin que los trenes se retrasen un minuto ni los periódicos dejen de publicar una sola edición”. Concluye Chaves: “Nunca una catástrofe nacional se ha producido en medio de una mayor inconsciencia colectiva”, y en esa frase y en ese libro, primoroso, se condensa su mejor faceta, quizá por tener algo también de canto del cisne: Manuel Chaves Nogales fue un hombre en permanente huida y en permanente derrota, que describió como nadie un tiempo en el que nunca ganaban quienes debían hacerlo, por tanto él tampoco (murió sin ver el desembarco de Normandía). Fue un liberal en una época en la que eso era un exotismo imperdonable, casi un esnobismo, de ahí que, tras también huir de Francia para escribirle el obituario como había hecho con España, se encerrase en Londres (“Aún hay patrias en la tierra para los hombres libres. Sobre nuestras cabezas tremolaba orgullosamente el pabellón de la Union Jack”).
Estos cinco volúmenes han sido prologados por Antonio Muñoz Molina y Andrés Trapiello (esta magnífica frase detallando a los criminales y sinvergüenzas de la guerra: “Es todo el ruedo ibérico el que se ha puesto en marcha”). Trapiello es un destacado descubridor de Chaves tras incluirlo en un libro capital, Las armas y las letras; antes Abelardo Linares, yendo a buscar su obra a América, y María Isabel Cintas habían hecho, y siguieron haciendo, un trabajo ingente de zapa de los textos desperdigados del periodista sevillano. Sería largo entrar aquí en las disputas públicas entre ellos, sirvan estas líneas de un lector de Chaves que, cuando joven, supo de él y consiguió sus libros gracias a los tres, y a la labor entregada de nombres conocidos y desconocidos que se propusieron descubrir medio siglo después a Chaves para colocarle en el lugar que le corresponde. Unánimemente primero, pues la Tercera España siempre fue una de las dos permitiéndose la libertad intelectual de la adversativa; veremos ahora, cuando el matiz vuelve a ser foco de sospecha.
Muñoz Molina cuenta en su prólogo un detalle no menor, el aprovechamiento tecnológico de Chaves Nogales para hacer sus crónicas (el Internet y sus aplicaciones de la época: el avión, el teléfono, la radio, la linotipia; sus crónicas viajan más deprisa, él llega antes, las posibilidades son infinitas). Chaves relata su primer viaje en avión a Londres, ocho horas de vuelo, con pragmatismo provincial: “Además de cenar, ¿qué hago yo en Londres a las ocho de la noche? Me hacía ingenuamente la misma pregunta que el aldeano a quien le decían, mostrándole por primera vez un automóvil: ‘Con esta máquina está usted en Segovia a las tres de la tarde’. A lo que él respondía: ‘¿Y qué tengo yo que hacer en Segovia a las tres de la tarde?”.
Esos largos viajes lo depositaron en la URSS y en los albores de la Alemania nacionalsocialista, donde entrevistó a Goebbels y le preguntó cuál era su misión providencial. La respuesta da miedo porque no envejece, es la respuesta nazi de Dorian Gray: “La de salvar la raza aria, la de evitar que perezca la civilización occidental, la de impedir la invasión de Europa por los negros”. Es desolador, y pelín contradictorio cuando vuelve a él dos años después, el retrato que le hace a Franco como hombre mediocre y normal, si bien en 1938 lo percibe, sin dejarle de arrear, como el “general más joven, prestigioso e inteligente, de indiscutibles talentos estratégicos”, y un “hombre cruel”. De igual modo, en agosto de 1936 escribe que la Guerra Civil no es “comunismo contra fascismo, como dicen los espíritus más simplistas y elementales”, aunque cinco meses después, en el prólogo de A sangre y fuego, ya cree que de la guerra saldrá la misma dictadura, sea fascista o comunista. Impresiona, por lo demás, el retrato que hace del presente cuando fija su análisis en hombres de su época como Companys en 1936, fusilado cuatro años después por el franquismo: “Dentro de poco Companys será, como lo fue Macià, un puro símbolo. Reconozcamos que Cataluña tiene esta virtud imponderable: la de convertir a sus revolucionarios en puros símbolos, ya que no puede hacer de ellos perfectos estadistas”.
Fue un liberal en una época en la que eso era un exotismo imperdonable, casi un esnobismo
Esta Obra completa editada por Ignacio F. Garmendia es un festín, empezando por la obra que lo mantuvo con respiración asistida su tiempo de olvido, Juan Belmonte, matador de toros: hay ficciones, crónicas legendarias, artículos simpáticos de observación, perfiles imperecederos, análisis implacables y apuntes sobre el periodismo que merecen una larga pensada, por ejemplo éste: “En los periódicos las opiniones son importantísimas. Pero lo importante es saber provocarlas”. Era, Chaves, de “andar y contar”, y anduvo y contó. Su exhumación hace 30 años tuvo de particular no sólo el antisectarismo con el que desenvolvía su escritura, sino la escritura misma, radicalmente moderna, del republicano Chaves, director del diario Ahora. Desmenuzó sin piedad las razones de esa prosa Arcadi Espada en 2001, en EL PAÍS: “La tradición periodística española está repleta de tipos dispépsicos, la mar de graciosos, alojados siempre en el café, diestros en navajear con la lengua y autores de una prosa volatinera cuyo aroma a pachulí es lo único que desafía el paso de los años. Frente a esa tropa (…) se alza la figura rubia, higiénica y elegante de Manuel Chaves Nogales, periodista sevillano, que encaró tres posguerras y sucumbió en la última, que viajó por el mundo y nunca escribió a humo de pajas y cuya escritura seca y culta es todavía hoy un ejemplo raro de tensión antirretórica, de anticasticismo y de compromiso con lo mejor de su tiempo”.
Esto tampoco ha envejecido.
El escritor Manuel Chaves Nogales con Ana Pérez Ruiz, probablemente en Francia entre 1937 y 1940, dada la edad de ambos y porque ella no le acompañó al Reino Unido.