Del autor de Cómo me hice monja (1993) no cabe esperar rutina, previsibilidad ni complacencia en lo ya logrado. César Aira, con decenas de novelas a sus espaldas en las que ha burlado el pacto narrativo y ha desacatado las leyes de las verosimilitud, mantiene hoy todo su potencial desestabilizador. Lejos del narrador ingenuo que escribe con piloto automático sus fábulas inanes, Aira es un escritor que hunde su obra en un pensamiento literario sofisticado y en una hiperconsciencia de su material lingüístico, retórico e ideológico. Sus ficciones, casi siempre instaladas en la difícil media distancia de la novela corta, parecen diseñadas para sorprender al lector por la espalda, haciéndolo víctima burlada de su docilidad ante las inercias que informa la inmensa mayoría de la ficción que se consume. Con ese fin, Aira utiliza como un trampantojo los géneros y subgéneros establecidos, subvierte la relación entre memoria e invención y pulveriza a su conveniencia la congruencia discursiva y la lógica de sus tramas. Su manejo de formatos consagrados puede recordar el pastiche o la parodia de las reescrituras posmodernas, pero no hay que engañarse: Aira siempre se sustrae a cualquier cepo crítico.
Esta novela, ubicada en el hermoso castillo encantado del recuerdo infantil, confirma lo dicho. Lo que aparenta ser un relato autoficcional es boicoteado desde la primera línea: el libro —se afirma— no surge de la memoria del niño de siete años que vivió en la estación ferroviaria El Pensamiento en la Pampa, cerca de Pringles, sino de unas imágenes súbitas y dispersas que han acabado ensamblándose. Con un estilo vivo que esquiva la prosa mostrenca, Aira evoca (o inventa) el papel de su madre, del servicio doméstico, de la esforzada maestra y, sobre todo, del preceptor que contrató su padre —el emprendedor que era el principio de realidad de aquel mundo— para que el muchacho empezara a instruirse. El preceptor —por otro lado, un ignorante— dio a Aira las primeras lecciones de técnica narrativa al explicarle cómo iba a transformar el rencor que sentía hacia sus padres: les escribiría “sin omitir nada, ni un bostezo ni un estornudo”, en una forma radical de mimesis que le permitiría vengarse de ellos abrumándolos “a relato”. Pero ese loco intento de proliferación infinita iba a realizarlo como un notario, sino a través del uso de las sugerencia y la alusión, de manera tal que “bastaban unas pocas palabras bien escogidas, y de ellas irradiaba todo” porque el poder de deducción de cualquier lector se encargaría de rellenar las omisiones. Así, César Aira aprendió esta paradójica concepción bicorne de la escritura: por un lado, la prolijidad; por otro, la elipsis.
Ambas están presentes aquí. La prolija, en los miedos y la aprehensión del entorno natural y familiar del Aira niño. La elíptica, en “el misterio que es razón de ser de esta memoria”, anunciado desde el principio con la desaparición de una locomotora. Entre el merodeo de los detalles y la postergación del misterio se va creando el territorio de una escritura sin corsés con la cual se arma “un libro de imágenes como éste” donde se superponen “tiempos, olvidos y recuerdos, invenciones, pasajes”. Así hasta el desvelamiento apoteósico, el desenlace anonadante que lanza al lector a la relectura y le lleva a entender que, como afirmó Aira en Una novela china (1987), “el recuerdo se borra, pero queda otra cosa en su lugar” y esa cosa es la que dota de eternidad la historia vivida. Más no debo contar. Literatura con mayúsculas.