En la escena final de la maravillosa y tantas veces vista película The Kid (El chico), luego de que el vagabundo logra rescatar al niño que es conducido a un orfanato, se desarrolla una de las imágenes más conmovedoras de la historia del cine: Charlot besa en los labios al niño. Es un acto de puro amor filial, de una inmensa ternura, que estremeció la sensibilidad de millones de personas por muchísimo tiempo.
La película, estrenada en 1921, fue considerada en 2011 "cultural, histórica y estéticamente significativa" por la prestigiosa Biblioteca del Congreso de Estados Unidos y seleccionada para su conservación en el National Film Registry estadounidense. Pero, vista desde la perspectiva del presente, ¿podría hoy un director de cine incluir en su película una acción semejante? ¿Se atrevería a desatar los demonios de la corrección? ¿Ahora mismo esa misma obra sería distinguida con los reconocimientos mencionados sin provocar reacciones?
Ya se sabe: los tiempos cambian (a veces con mayor celeridad) y con ellos las percepciones y valoraciones de muchas cosas. El propio Charles Chaplin lo supo. Al final en su filme de 1940, El gran dictador, el actor pronuncia un memorable discurso y clama: "El odio de los hombre pasará. Y caerán los dictadores. Y el poder que le quitaron al pueblo, se le reintegrará al pueblo. Y así, mientras el hombre exista, la libertad no perecerá". La alocución, lanzada ya en plena II Guerra Mundial y en el curso de la ofensiva fascista, fue aplaudida en casi todo el mundo.
Sin embargo, unos pocos años después, en un tiempo histórico diferente, el discurso humanista se convirtió en uno más de los argumentos para las acusaciones maccartistas de simpatizante comunista que llevarían a Chaplin a radicarse en Suiza, mientras sobre él se lanzaban las diatribas nacionalistas del fiscal general de Estados Unidos, James P. McGranery y el inmediato dictamen del Departamento de Justicia de que el artista no podía regresar al país a menos que pudiera demostrar "su valor moral".
Definitivamente los tiempos cambian la lectura de muchas cosas. Por ello, hace ya unos años la escritora y militante feminista nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, refiriéndose a los peligros que los extremismos significan para la libertad creativa, se preguntaba si alguna editorial del mundo se lanzaría hoy a publicar Los versos satánicos de Salman Rushdie. ¿Después de la experiencia de Charlie Hebdo y su caricatura de Mahoma que se saldó con una decena de muertos? ¿Después de que el escritor británico fuera condenado a muerte por el integrismo islámico y, más recientemente, agredido en Nueva York a filo de cuchillo?
Artistas y obras, en su momento celebradas y hasta consideradas clásicas, ahora han sido condenadas por sus "incorrecciones" o corren el riesgo de sufrir la drástica censura que conocemos como cancelación. No deberíamos olvidar, por supuesto, que el ejercicio de semejantes marginaciones ha sido una práctica sostenida a través de la historia, con picos dramáticos de exaltaciones o fanatismo de muy diversa índole: religiosos, sexuales, sociales, étnicos, verbales, nacionales y, por supuesto, políticos. Y hoy, ahora mismo, con esa proyección magnificada que propicia la existencia de las muy democráticas redes sociales, vivimos uno de los más álgidos momentos de intransigencia cultural y social que se está convirtiendo en una amenaza contra la libertad no solo de expresión, sino incluso de pensamiento.
La inquisición, el estalinismo (y sus variantes nacionales y epocales), el fascismo, el macartismo son períodos significativos del desarrollo de estos procesos de censura de obras y cancelación de creadores (con hogueras físicas, espirituales y gulags incluidos). Pero no olvidemos que en la Francia ilustrada del siglo XIX —baste este botón de muestra que le debo a Milan Kundera— Gustave Flaubert fue duramente atacado por los críticos más influyentes de su momento por haber convertido a una adúltera en su heroína novelesca, en lugar de escoger a una señora ejemplar de las que había tantas en la campiña francesa, dijeron, una benefactora dedicada, por ejemplo, a educar a los niños. En algún momento el autor de Madame Bovary, para su descargo, declaró que él solo se proponía llegar "al alma de las cosas".