En el Museo Picasso de París hay una pequeña escultura de chapa recortada y policromada que representa a un futbolista en el momento de golpear el balón. Se trata de un trabajo preparatorio que el pintor hizo en su estudio de Cannes en 1961 y nos pone sobre la pista de la obra que después concluirá en arcilla, titulada Footballeur (1965). La cerámica es blanca, tiene 28 centímetros de alto y 24 de ancho y hay repartidos por el mundo 49 ejemplares más. Pero la que ha sido contemplada por más ojos está en el Museo del Fútbol de Manchester. Adquirida por un coleccionista inglés en una subasta en Christie’s por 40.000 libras, fue dejada en préstamo al museo en 2012. Según Mike O. Mahony, catedrático de Historia del Arte de la Universidad de Bristol y especialista en las representaciones de arte y deporte del período de entreguerras, esa obra de Picasso “tiene la exuberancia de un bailarín”, aunque a decir verdad su sencilla forma se asimila más a la de un fantasma bajo la sábana o a un yeti del Himalaya.
Sabemos que a Picasso no le interesaba demasiado el fútbol, o no el deporte en sí mismo, sino el movimiento de los cuerpos en el espacio, como el de los saltos y pases del torero en la arena o el juego de piernas de los púgiles en un ring. Conocemos sin embargo algunos datos concretos sobre el contexto y época en que hizo los bocetos y escultura del futbolista desconocido y coinciden con la final de la Copa de Europa en la primavera de 1961, disputada en el estadio Wankdorf de Berna (Suiza) entre el Barcelona y el Benfica, la llamada “final maldita” por la cantidad de balones que los barcelonistas estrellaron aquel día en el marco de la portería, en una final que dominaron y que acabaron perdiendo por 2-3. El partido pasó a la historia del fútbol mundial porque consiguió que se retiraran los marcos cuadrados del encuadre de meta y fueran sustituidos por redondos, como en la actualidad. Picasso vería el encuentro en directo o sabría de él por la radio y, siempre según Mahony, “su escultura pudo haber sido una reacción a ese momento e indica una simpatía por el Barcelona”.
El equivalente estético de aquella esculturita de Picasso, admirable en su planicie, es hoy archiconocido y emerge de la extravagancia y turbulencia característica de la era de los flashes y la cultura digital. Se llama David Beckham, el famoso centrocampista inglés que empezó su carrera en el fútbol siendo niño como mascota del Manchester United, en 1986; pasó por los mejores clubes europeos y se retiró del deporte activo en 2013. A sus 46 años, Spice Boy sigue siendo un fenómeno social, un hombre anuncio que en su celebridad solo ha sido igualado por el saludable, amable y tenaz Zinedine Zidane, cuya frase más conocida es “no soy un dios, solo soy un futbolista”, mientras que de Beckham el símil con el que se le trata más a menudo es el de un David de Michelangelo, castigo placentero del fútbol de pelo en pecho a su metrosexualidad. En breve, Beckham será la imagen o mascota del Mundial de Qatar 2022, el primer evento de estas características que organiza un país árabe, lo cual explica su reciente visita al país, el fin de semana pasado, cuando visitó una gran muestra de Jeff Koons recién inaugurada en Doha. Bonita forma de cerrar el círculo.
La peculiar utilidad de David Beckham, sobre todo desde su llegada al Real Madrid como galáctico, es que lanzaba las faltas con la eficacia de un gran estilista. Lo ha vuelto a demostrar en su última aparición publicitaria, chutando balones mojados en pintura contra una tela blanca vertical como lo haría contra una portería de un campo de fútbol. La exquisita destilería de whisky escocés House of Haig, con sus alambiques de más de 400 años, le ha fichado como imagen de su último producto, el Haig Club, cuya botella en forma de petaca azul parece más un perfume que una bebida alcohólica. La campaña tiene lugar en lo que parece un estudio de artista. Ataviado con una camiseta —que no tardará en quitarse— y un pantalón blanco manchado con churretes de pintura, David quiere ser un Picasso del fútbol que con la diestra lanza una y otra vez los penaltis. Los balones chorrean de rojo, azul y… ¡todas entran!.
En su cuenta de Instagram, Beckham se muestra con el torso desnudo, confundiéndose sobre su piel tattoos y gotitas de pigmento: el dibujo de Victoria Beckham rodeada de estrellas y la leyenda en hebreo “yo soy de mi amada, mi amada es mía”. David golpea unos cuantos balones seguidos hasta el definitivo, que cubre antes con el pigmento de los dioses, el oro, y servirá para coronar la imagen de lo que creíamos era una action painting pero que al final es —¡oh, no!— una vulgar y predecible representación de un árbol de Navidad.
Como muchos astros del fútbol, Beckham y su talentosa esposa han expresado su admiración por el arte y los artistas, más por su aura que por sus energías sociales e interiores. Como modelo, el futbolista puso el listón demasiado alto —tan alto que ni él mismo podrá superarlo— cuando en 2004 posó para la artista Sam Taylor-Wood en un plano secuencia de 107 minutos donde se le ve durmiendo plácidamente semidesnudo en una cama de la habitación de un hotel tras el encuentro entre el real Madrid y el Villarreal. A diferencia del filme Sleep, que Warhol hizo en 1963, una película en 16mm que retrata al que entonces era su amante, el poeta John Giorno, el vídeo de la artista inglesa está coloreado artificialmente y es un vano ejemplo de culto a un ídolo social y con un título, David, que juega con el de la escultura de Miguel Ángel.
La popularidad del Beckham, así como su influencia en las modas, nunca ha menguado. Pero conviene recordar que la simpatía, y hasta el deseo, que puede provocar verle como un adonis chutando un balón está en las antípodas de la radical originalidad de la pintora, escultora y exmodelo francesa Niki de Saint-Phalle, más conocida por sus nanas coloreadas en papier collé, y que a principios de los años setenta solía organizar en su estudio sesiones de tiro (tirs) sobre una tela, en una conexión extraordinariamente realista entre pintura, violencia y guerra. “Una mujer en un mundo de hombres es como un negro en un mundo de blancos”, solía decir. “Tenemos derecho a negarnos, a rebelarnos. La bandera ensangrentada está en lo alto”. Decantando en un par de frases todas las asociaciones posibles entre el cóctel de pelotazos de Beckham y la batalla feminista de De Saint Phalle, la frase atribuida al exbarcelonista Hristo Stoichkov resulta imparable: “Dios estaba de nuestro lado, pero el árbitro era francés”.
‘Footballeur’ (1961), de Pablo Picasso.