Hace solo una década era un lugar en ruinas, el cadáver frío de la industria que solía dar de comer a toda la región. Los hangares donde se ensamblaban las locomotoras de la SNCF, la compañía francesa del ferrocarril, albergan hoy la nueva Fundación Luma, el mastodóntico complejo artístico impulsado en Arlés por la coleccionista suiza Maya Hoffmann, heredera del imperio farmacéutico Roche, al que debemos el Valium y el Lexomil. El terreno lunar de otro tiempo se ha convertido en un parque serpentino, cubierto de cientos de variedades locales, que crecen como la hierba de un campo de golf en el desierto, junto a un lago artificial alimentado por el agua de la lluvia, obra del paisajista Bas Smets. Aquellos edificios que se caían a pedazos han sido restaurados por Annabelle Selldorf, arquitecta titular del mundo del arte. Han abierto un hotel de lujo y un restaurante, a la sombra de una torre de ladrillos plateados proyectada por Frank Gehry, cuyo interior parece una versión encogida de su Fundación Louis Vuitton en París, el ejemplo más rotundo de la infiltración del capital privado en el arte francés, donde hasta no hace tanto tenía rango de persona non grata.
Todo está en su lugar, incluida una selección de artistas que, sobre el papel, parecía intachable. Olafur Eliasson, Pierre Huyghe, Philippe Parreno, Franz West o Carsten Höller, entre otros nombres propios de cualquier bienal de primera división, firman proyectos pensados para la ocasión.
La propia Hoffmann expone parte de su colección, en la que hay obras de Paul McCarthy, Arthur Jafa, Isa Genzken, Christopher Wool o Urs Fischer, que también tiene un papel protagonista en el recorrido inaugural de la nueva Colección Pinault en París, bajo la cúpula de la antigua Bolsa de Comercio, también medio abandonada, que ha remodelado Tadao Ando.
Lo cual, con un poco de mala fe, puede recordar a una viñeta publicada hace años en The New Yorker: “¿Estamos en este Starbucks o en el de la manzana de abajo?”.
Por todo ello, sorprende que la reacción más epidérmica sea una inexplicable nostalgia por las ruinas de antaño, por las fotos que colgaban entre tuberías oxidadas en los tiempos en que estos talleres de titularidad pública acogían los Encuentros de Arlés, a los que Hoffmann presta ahora uno solo de sus radiantes edificios.
Pasan muchas cosas a la vez, pero en medio de una frialdad imperiosa, con la excepción casi única de un bellísimo mural de cerámica que Etel Adnan, diosa de las pequeñas cosas, ha colocado en el auditorio. Dice Hoffmann que su modelo fue el islote japonés de Naoshima.
La insularidad que desprende su proyecto lo confirma. Aunque sería demasiado fácil culpar a Cartier, Lafayette, Emerige, Ricard, Leclerc o Carmignac, entre otros apellidos ilustres que han impulsado centros privados en territorio francés.
Tal vez baste con apuntar con el dedo a las instituciones que, en la patria de la excepción cultural, vendieron este cementerio industrial al mejor postor.