Que la vida se vive en presente de indicativo es una falacia reservada a espíritus de bajo vuelo. "¡Tanto he vivido sin haber vivido!", escribió Pessoa en una de sus múltiples existencias. Vivir el recuerdo de aquello que no fue, la añoranza de lo que pudo haber sido, los anhelos que aún podrían cumplirse, las vidas propias que descarrilaron y podrían haber sido.
Todo ello anida en el reino de la imaginación, en los dominios del sueño y la ilusión. Es la vida —esa otra vida— que no ha sucedido en la realidad, pero que no es irreal por no haber sucedido.
Una zona liminar. De limbos y sombras. De cercos y ecos. De lindes porosas entre lo que es y lo que no es. Pero ¿qué es más real: lo soñado y sentido —y anhelado y añorado— o lo tocado y sucedido pero apenas vivido?
Esa es la dimensión original, profundamente romántica, que explora André Aciman en este libro inteligente.
Un ensayo injertado de memorias, de historia cultural y de reflexiones abstractas pero bellamente narrativizadas. Un libro seductor que sabe a domingo por la tarde, a madrugada silente, a verano por estrenar; a sensación irreal.
Aciman, de 72 años, autor de Llámame por tu nombre y de las celebradas memorias Lejos de Egipto, despliega en este volumen una catarata de cavilaciones que interpelan a cualquier lector. Allá va una. "¿Es posible desterrar el pensamiento de que uno ha vivido la vida que no era?".
En el país que no era, con el trabajo que no era, con la pareja que no era; incluso con los sueños que no eran. Allá va otra.
Hay recuerdos de cosas que jamás ocurrieron que pesan tanto en nuestra memoria como los acontecimientos que sí sucedieron.
Hay, también, identidades de quienes fuimos o pudimos haber sido que nos conforman pese a su carácter evanescente. Puede que esas capas no sean del todo reales, pero tampoco son falsas por completo.
La lingüística cataloga esos tiempos como modos irrealis: el condicional, el subjuntivo, el optativo. Este libro le imprime más poesía al asunto.
- Dueño de una voz serena, de tono confesional y dominadora del ritmo, Aciman aterriza todas estas abstracciones. Y lo hace de una forma evocadora, compartiendo retazos de una vida personal más interesante por lo que calla o insinúa que por lo que muestra.
Aciman te embauca con una fotografía en blanco y negro suya, tomada a los 14 años, cuando ya iba a abandonar para siempre Alejandría.
Te atrae con el misterio de aquel viaje en autobús por Roma soñando una fantasía sexual con el chico que se apretaba demasiado por detrás, largamente revivida bajo la luz ocre del castillo de Sant´Angelo.
Te seduce con esos amores y desamores vividos con distintas mujeres en la vieja Nueva York, la ciudad solitaria de los cines de barrio y el metro ferruginoso surcando la superficie al más puro estilo Hopper. Aciman te magnetiza con un París idealizado, mitad Baudelaire y mitad Proust, que no existía en la realidad, pero sí palpitaba en su interior; o con esa vieja Alejandría mitificada por Cavafis que él nunca conoció, pero sí vivió y revivió; o con el San Petersburgo de buhoneros y borrachos tantas veces imaginado con las lecturas de Gógol, Pushkin o Dostoievski, pero tan alejado de la Prospettiva Nevski actual.
Una borrachera literaria
Las historias de películas y novelas que rescata el autor —de Sebald al cineasta Éric Rohmer, de su querido Proust a Freud— discurren en paralelo a las historias de su propia vida en un juego de espejos iluminador y borgiano.
Resulta difícil no enamorarse un poco de todas esas historias. No quedar atrapado por la mirada melancólica de Aciman, un apasionado que juega con el tiempo y se adentra en los meandros de la ilusión. En cierto modo, es la mirada de un anarquista.
Un rebelde que desafía las rígidas coordenadas de espacio y tiempo. Un soñador que ha elegido habitar esos modos irrealis más reales que el aquí y ahora. En parte, en eso consiste el arte, sugiere el autor: en resistirse a aceptar la vida solo como es. Las dulcineas y las aldonzas. El sueño y la realidad.