Más que un ensayo, este es un asalto sin banderas a un palacio cuya reina está tan confiada en su potestad que ha dado permiso a todos sus guardias. La reina es la comunicación y el asaltante, Antonio Valdecantos (Madrid, 1964), catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid. Quiere el autor apear a la comunicación de su condición regia, desenmascarándola, desentrañándola y desafectándola, que son tres formas de acabar con los reyes. Cree Valdecantos que la bondad de la comunicación se ha dado por supuesta en la modernidad y que acrecentaba su estatus mientras los filósofos se ocupaban de cuestiones más concretas y plebeyas. Valga esta cita, aunque aparezca ya avanzado el libro, para exponer en buena medida su fondo: “Cualquier súbdito discreto sabe que aquello que sus contemporáneos se esfuerzan en comunicarle es ya cosa más que sabida, si bien una razonable cortesía la lleva a fingir ignorancia y, con ellos, novedad” (p. 154). En el reino de la comunicación, tanto el emperador como sus súbditos van desnudos. La comunicación se justifica per se, aunque lo que se diga nunca sea nuevo, ni propio, ni definitivo. Y Valdecantos lo señala.
El autor lleva de la mano al lector por los caminos de Aristóteles, Tomás de Aquino, Montaigne, Locke, Benjamin, Wittgenstein o Austin, con ecos de Habermas y su teoría de la acción comunicativa. Pero la autoexigencia de su escritura no se apea ni descansa en las citas. Al contrario: extrae de cada pensador todo aquello y solo aquello que es útil para la argumentación, y lo engrana en un pensamiento escrito que, negando la tesis de que las palabras no tienen autor, en cambio alcanza un vuelo bien propio. Hasta donde la cuestión lo deja, en Valdecantos fluye un pensamiento flemático y algo ferlosiano, avivado con toques de humor seco que sabrán degustar los lectores pacientes, sobre todo en algunas caracterizaciones divertidas: “Tenerse por libre de malentendidos es una señal de necedad con la que se delata cierta clase muy deplorable de filisteísmo: la propia de ese homúnculo que se ufana de no meterse en grandes complicaciones mentales y de regirse por lo que llama sencillez y buen juicio” (p. 90); “el cinismo metódico no solo resulta tan poco seguro como cualquier otro método, sino que, además, constituye una doctrina particularmente apta para proxenetas y tahúres” (p. 93); “eso que se llama incomunicación no se da entre desconocidos, sino entre quienes se supone que habrían de tener como estado natural una comunicación muy intensa” (pp. 130-131); “en la tortura hay alguien que quiere que otro hable y alguien que se resiste a hablar, aunque este esquema está presente, con violencia o sin ella, en múltiples casos de lo que se llama comunicación” (p. 133).
Aunque el libro se teja con sentencias fractales, largas pero necesarias para abordar la naturaleza huidiza del lenguaje, hay pespuntes más concisos y aforísticos: “El lenguaje es una pululación babélica que a veces queda reducida a efusión de palabras en una sola lengua” (p. 62); “hablar es dar todas las vueltas que sean precisas para que ciertas materias de conversación no comparezcan en absoluto” (p.100). También en el título de algunos capítulos, resueltos de un solo tajo con belleza: “La teoría es la glosa de lo inefable”.
Poesía como comunicación
En la presentación del libro en Madrid, el filósofo Tomás Pollán confesó que la obra lo había dejado “con la lengua fuera”, aludiendo quizá a la potencia generadora de un texto tan denso como luminoso. “No tiene ninguna grasa”, insistía al juzgarlo. El autor, es cierto, se muestra fibroso: retuerce y exprime el lenguaje para hablar del lenguaje mismo, y agota todos los recursos de argumentación para dejar exhausta la que denomina “ideología de la comunicación”. Lo hace sin levantar los puños como vencedor en el ring, porque el libro mismo es consciente de que su ejercicio de pensamiento, escritura y publicación están expuestos a la menesterosidad que denuncia. Sin conceder nunca descanso al lector, le regala incisos jugosos sobre cuestiones adyacentes al objeto del libro, como cuando revisa la cuestión de la poesía como comunicación o como conocimiento, uno de los pasajes más logrados.
Las andanadas contra la comunicación —mercadeo obligatorio de contenidos ajenos, pues las palabras son fruto de un contrabando ya obrado en el pasado y que continuará en el futuro— se libran también contra otras instituciones supuestamente beatíficas de la modernidad: la autoría, la identidad, los viajes, la intimidad y la cercanía (“lo próximo no es más que la prolongación fraudulenta del propio yo”, p. 129). Y también, inmisericorde, contra el lenguaje y la interpretación mismos.
Su arremetida contra los resúmenes como recurso abaratador de portes deja en evidencia a quien abrevie una obra llena de brillo cuestionador y un tempo argumental que, entre tanto egotuiteo e inmediotez, resuena casi subversivo. Después de tantos capítulos que valen por todo un ensayo, adonde llega el libro no es ni podría ser un lugar diáfano. Procura al cabo una sensación de claustrofobia, de un encierro en la prisión del lenguaje erigida en una época que ya cuenta siglos, de la que solo libera mínimamente la autoconsciencia —y quien lea el libro ya no tendrá excusa— de saberse parloteadores.