Sherlock Holmes no habría necesitado 18 años para sacar de la cárcel a un inocente ni en el más indolente de sus libros. Pero eso fue lo que tardó su autor, Arthur Conan Doyle, en lograr la excarcelación de Oscar Slater, un judío alemán condenado en 1909 en Glasgow por un crimen que no cometió.
El caso atrapó a Margalit Fox, una periodista con una mochila de crónica negra indiscutible (1.400 obituarios en The New York Times durante 24 años), que acaba de publicar en español Arthur Conan Doyle, investigador privado (Tusquets, traducido por Francisco García Lorenzana). Fox dejó el periódico en 2018, el mismo año en que se publicó en EE UU su libro, pero Oscar Slater la acompañaba desde hacía 35 años, cuando descubrió la historia mientras leía una biografía de Conan Doyle en el metro. “Apenas había unas páginas sobre el caso... casi se me cae el libro en el vagón. ¿Arthur Conan Doyle, el creador del más famoso detective de ficción, había jugado a los detectives en un caso real de asesinato? ¿Por qué apenas se conocía esta historia en el mundo?”, revive Fox aquella epifanía en un metro que la llevaba camino de un aburrido trabajo de meritoria en una editorial. “Con gran pesar aparqué la historia en mi mente, en el lugar que el propio Sherlock Holmes llama el ‘ático del cerebro”, cuenta por correo electrónico. En 2012 regresó al ático, descubrió que el asunto seguía en la clandestinidad editorial y se lanzó.
Hechos: Marion Gilchrist fue asesinada a las 19.00 del lunes 21 diciembre de 1908 en su casa de Glasgow. Vivía sola con su doncella Helen Lambie, que había salido a comprar, y una colección de joyas de toda clase y condición valorada en 3.000 libras (unos 350.000 euros actuales). Una de ellas —un broche de oro con forma de luna creciente adornado con diamantes— desaparece la tarde del crimen. Gilchrist tenía casi tanto dinero como sobrinos y se llevaba bastante mejor con el primero. Un mes antes de morir cambió su testamento (la nadería de 15.000 libras de 1908, 1,7 millones de euros de 2020), desheredó a sus familiares y nombró beneficiarias a una antigua doncella y su hija.
Culpable: Oscar Slater, un judío alemán que vivía con una prostituta, se ganaba la vida con el juego y otras actividades informales (se especuló siempre sobre el proxenetismo) y que empeñó un broche de diamantes para costearse un pasaje de Glasgow a Nueva York. Ante el declive que el juego y la vida informal sufría en la ciudad escocesa, en plena depresión económica, Slater había decidido mudarse a San Francisco. En 1909 le condenan por el crimen a la horca, aunque finalmente le conmutan la pena por cadena perpetua. Pasa 18 años, cuatro meses y seis días en la cárcel de Peterhead, obligado a trabajar en la cantera y dormir en una celda minúscula mientras escuchaba el rugido del mar del Norte.
La justicia victoriana no era tan de “elemental” como Sherlock Holmes. En dos ocasiones en que eso se manifestó casi con grosería, Arthur Conan Doyle se implicó a fondo para desenmarañar las torpezas y manipulaciones de la instrucción policial y judicial que había acabado con el encarcelamiento de dos inocentes. Curiosamente tanto George Edalji, un abogado condenado por ataques al ganado, como Oscar Slater encarnaban dos estereotipos que se le atragantaban a los victorianos: el primero era mestizo (hijo de un parsi convertido al cristianismo y una inglesa) y el segundo un judío alemán que vivía en las esquinas de la ley y la moral. “La historia de Oscar Slater es un relato de racismo, antisemitismo, xenofobia y esfuerzos de una legislación agresiva para frenar la inmigración”, considera Margalit Fox, que en su obra equipara los binomios Doyle-Slater y Zola-Dreyfus.
La carta secreta
Los prejuicios pesaron entonces tanto como la molicie investigadora. Los prejuicios aún pesan: Fox recuerda el desequilibrio entre afroamericanos y blancos que son condenados por crímenes que no cometieron en EE UU. “El proceder que convirtió a Slater en víctima sigue trágicamente vivo”, lamenta.
Tras ser detenido en Nueva York, Slater fue juzgado en Glasgow basándose en los testimonios de dos mujeres que no siempre mantuvieron la misma versión. Una de ellas fue la doncella Helen Lambie, acaso la única persona que se llevó a la tumba la identidad real del asesino, y la otra fue Mary Barrowman, una adolescente de 15 años que identificó a Slater como el hombre que vio salir de la casa de la víctima y que años después se retractaría: “Fue el señor Hart [el fiscal] quien me convenció para cambiar mi declaración de ser ‘muy probablemente el hombre’ por la declaración rotunda de que ‘era el hombre”. Tampoco el broche empeñado por Slater se parecía al robado en el lugar del crimen, pero la contradicción de las pruebas no le sirvió al acusado. Un sumario con agujeros tan gordos que acreditar la inocencia del reo no reveló tanto de la inteligencia de Arthur Conan Doyle como de su ética.
En 1912 era un escritor célebre, rico y tan victoriano como el que más. Casi tan victoriano: “parecía estar libre del antisemitismo endémico de la época”, observa Fox en su libro. Desde que popularizó a Sherlock Holmes, recibía constantes peticiones de ayuda para investigar sucesos reales. Ese año publicó el libro El caso de Oscar Slater, ochenta páginas donde analizaba la investigación, las pruebas, el escenario del crimen y los móviles. “Creo que resulta difícil no llegar a la conclusión de que el asesino tenía las llaves”, sostuvo el escritor. “No existe ni un solo punto de conexión entre el crimen y el supuesto criminal”.