Pocos minutos después de las tres de la tarde de un jueves de febrero, durante la primera entrevista con María Kodama (que, como las siguientes, se lleva a cabo en el bar que está frente a su departamento, en el barrio norte de la ciudad de Buenos Aires), se produce este diálogo:
—Su padre había nacido en Japón.
—Sí, sí. Nacido y criado.
—Llegó acá siendo adulto.
—Sí.
—Era químico.
—Sí.
—¿Y aquí trabajaba como químico? ¿Se ganaba la vida en…?
—No sé. Químico es universal. Ser químico es algo que no importa el idioma. Es universal.
—¿Pero no sabe dónde trabajaba?
—No. En Japón hay una base que es esta: nunca podés preguntar sobre la vida personal a un amigo porque vos estás haciendo una intromisión en algo que no te corresponde. Si ese amigo te miente, no tenés derecho a decirle nada, porque defiende lo que es su intimidad. Sos vos la que ha despertado eso, tratando de entrar en una intimidad que vos sabés que no te va a dar. Otra cosa es si te lo cuenta.
—Y su padre no hablaba de trabajo.
—No. Pero me hizo libre.
María Kodama, hija de Yosaburo Kodama y de María Antonia Schweizer, viuda desde 1986 del escritor argentino Jorge Luis Borges, ha dado una gran cantidad de entrevistas. En ellas ha respondido preguntas de toda clase, algunas sobre su vida personal. Sus respuestas tienen siempre la forma de anécdotas que se reiteran idénticas, incluidos los comentarios y los chistes que intercala. Puesto que esas anécdotas tienen la apariencia de ser un gran-momento-confesional, suelen funcionar como hechizo que obtura la repregunta y operan como una gran maniobra de elusión.
Usa ropa clara y amplia —blusa, falda, casaca, capas de buenas telas superpuestas—, el pelo blanco lino, los zapatos plateados. Se come las uñas, pero no se nota porque se hace la manicura. En las fotos de juventud se la ve, siempre esbelta y delgada, sobre un camello con un vestido vaporoso de color lila —en una visita a Egipto que hicieron con Borges—, con un chemise de color claro —entrando con Borges a un edificio—, con un abrigo importante de paño —bajando con Borges de un auto—. En los últimos años, la indumentaria se ha llenado de gestos contemporáneos: faldas largas con zapatillas plateadas, chalecos de lana de texturas brutales, anteojos de sol excéntricos como los que usa ahora —sin quitárselos nunca—, redondos y grandes, el marco una filigrana de metal.
—Me los regalaron. Son de Japón. No pongas tu cartera en el respaldo. Mejor dejala acá, es más seguro— dice señalando una silla vacía.
No le gusta comer —“Yo de chica decía: '¿Cuándo voy a poder comer pastillas?”—, pero sobre la mesa hay un croissant relleno del que corta trocitos ínfimos. Cuando pida café —“Tomo muchísimo, el último a las dos de la mañana, antes de acostarme. Si no, no duermo”—, no lo beberá hasta que no esté frío: “En Japón, a la gente como yo se le dice 'lengua de gato', porque el gato no puede tomar cosas calientes. Yo tampoco”. Usa teléfono móvil, aunque probablemente sólo lo comparta con amigos: para contactarla hay que llamar a su teléfono fijo de siete a siete y media de la mañana. Siempre atiende.
—Si me encuentran ahí, bien. Si no, perdidos.
Buena parte del día se ocupa de cuestiones relacionadas con la Fundación Jorge Luis Borges, que existe desde 1988, y de leer tesis —sobre la obra de Borges— que le envían desde diversos países.
—Me las mandan para ver si está bien lo que han pensado, si no.
—Y si no le parece que sea correcto lo que han pensado…
—Algunos continúan, otros no.
—Es un trabajo…
—Horrible. Pasa que uno encuentra una buena, y compensa. En general las leo en bares, porque en mi casa empieza el teléfono a sonar. En la Fundación tampoco.
Nunca estoy ahí. Primero, porque si la gente me ve, me agarra y no puedo trabajar. Y aparte yo sé lo que me exijo, y no lo puedo exigir. Porque no es humano. Para evitar los roces, prefiero que cada uno esté haciendo lo que quiere, y yo también. Libre.
—¿Ese ritmo siempre fue así?
—Siempre. Uno va acentuando aquello con lo que nació. Uno no cambia. Por eso todas las noches salgo. Voy al cine, al teatro, a comer con mis amigos. Voy a los speak easy. Son divertidísimos —dice aludiendo a los bares que funcionan a puertas cerradas y a los que se ingresa con una clave—. Hay uno que te recomiendo. Es como una escalera de subte. Bajás, grafitis en las paredes, para abrir las puertas tenés que poner una clave. Se abre y ahí hay una música que te tenés que poner tapones en los oídos. Con mis amigos nos divertimos.
—¿Son amigos del mundo de la cultura, del arte?
—De todo un poco. Son amigos de toda mi vida.
La mención a los amigos da pie a la primera de una serie de anécdotas que ilustran momentos de su vida: para hablar de la educación paterna, que la hizo libre, cuenta la anécdota de los barquitos y el estanque de la facultad de Derecho; para referirse a la forma en que ya desde niña pensaba de manera singular cuenta la anécdota de la abuela católica a la que escandalizaba con preguntas impertinentes, y la anécdota de los amigos.
—Tengo amigos a los que conozco desde los 13 años, viven fuera del país. Cada tantos años vienen y, claro, una vez encontraron que acá el mundo es otro.
Que los chicos no se casan, que tienen hijos aunque no se casen, o que no tienen hijos aunque se casen. Me invitaron a comer y me dijeron: “María, queremos pedirte perdón. En realidad tú eras una adelantada, porque cuando estudiábamos decías la forma en la que ibas a vivir y nosotros pensábamos que estabas loca. Y ahora todo el mundo vive como vos, así que nos has dejado asombrados”.
—¿Cuáles eran esas cosas que usted decía?
—Ellos me decían: “Pero María, tener un hogar, una familia”. Y yo: “No les digo que ustedes no lo hagan, pero en mi caso, no. Yo hago el amor con un dios griego y a la mañana siguiente me encuentro con un tipo semibarbudo, malhumorado, y para mí se acabó. En cambio así, yo hago el amor con el dios griego y chau, mi amor, hasta mañana, él se va a su casa, yo a la mía”. Y es esa cosa fascinante que queda en el ambiente, viste. No toda la otra cosa que es la cotidianeidad, el aburrimiento.
La alusión al dios griego es extraña —la única pareja que se le conoce fue el escritor argentino—, y cuando se le pregunta si antes de Borges tuvo alguna experiencia afectiva —en un intento por rastrear de dónde proviene una educación sentimental de esa clase— dirá “No”. En su narración varias cosas parecen venir con ella desde el nacimiento, como el deseo de no tener hijos: cada vez que su madre le decía: “Cuando crezcas te vas a casar, vas a tener hijitos”, ella contestaba: “No, alumnos”. La memoria se presenta imprecisa para ciertos períodos, pero escrupulosa en la reconstrucción de situaciones ocurridas a sus seis años, como la que prefigura su resistencia al casamiento: “Mi padre me llevaba a un estanque que había frente a la facultad de Derecho para que hiciera navegar unos barquitos. Ahí le pregunté si casarse era obligatorio. Me dijo: 'Ni yo, que soy su padre, puedo obligarla a hacer algo que usted no quiera. Si usted no quiere casarse, muy bien. ¿Qué quiere hacer?'. 'Ir allí', le dije. Era la facultad de Derecho. Y me dice: 'Bueno, si quiere ir allí, será abogada. Pero de aquí a que usted haga jardín, primario, secundario, va a cambiar cuarenta veces de opinión'. No era obligatorio casarse, listo, me quedé tranquila”.
—Sus padres se divorciaron cuando usted era chica.
—Sí, sí.
—¿Tiene recuerdos de ellos juntos?
—No.
—¿Era muy chica cuando se separaron?
Se hace un silencio largo durante el cual mordisquea un trozo de croissant.
—Es interesante, pero ¿cómo te puedo decir?, también es muy divertido —dice, a modo de respuesta.
“Divertido” parece ser la “palabra de seguridad” destinada a advertir que no debe avanzarse por ese camino, o un timón competente para ejercer un viraje y conectar con una historia que casi nunca se relaciona con la anterior.
De niña, vivía con su madre y su abuela, una mujer que había querido ser monja (“¿Cómo se llamaba su abuelo?”; “No, ni idea”).
—Su madre tocaba el piano, pero ¿vivía de eso, de tocar el piano?
—No, no.
—¿Trabajaba?
—No sé. Sí. Trabajaba. El japonés nunca pregunta. Un día fuimos a la plaza con mi madre, y un vecino se acercó para preguntarle qué grabación había estado escuchando. Y ella le dijo: “Era yo la que tocaba”. Yo tendría cinco años. Entonces él dice: “¿Y por qué no toca, señora?”. Y mi madre le dice: “Bueno, me casé, tengo una hija”. Y el hombre dice: “¿Y por eso dejó su carrera?”. Un monstruo. “Por eso”, y me miró. Me quedó para siempre la mirada y lo que dijo ese hombre.
—¿Su madre qué respondió?
—No sé, no me acuerdo.
Las historias son cuadros sin espesor, trozos escogidos para saciar la intriga de quienes se asoman a una intimidad por la que no debe preguntarse.
Antes de iniciar la entrevista, apenas después del saludo de presentación, en una breve charla fuera de grabador acerca de sus estudios en la facultad de Filosofía y Letras (de la Universidad de Buenos Aires: toda su educación se llevó a cabo en instituciones públicas), ha citado en griego antiguo un pasaje de la Ilíad a. Una semana más tarde, durante la segunda entrevista, cuando se le pida que recuerde ese pasaje, dirá:
—Los periodistas, cuando Borges partió, me preguntaban qué sentía yo. Un japonés nunca puede decir lo que siente, porque es mala educación. Y fue genial porque recordé lo que Andrómaca le dice a Héctor, cuando Héctor va a luchar con Aquiles. Para detenerlo le dice: “Héctor, tú eres para mí mi padre, mi señora madre y mis hermanos, pero sobre todas las cosas eres el amor que florece”.
Es maravilloso. En realidad es lo que te dice la iglesia: “Este hombres es tu apoyo, tu familia”. A mí me encanta.
Cuando yo estaba con todos los locos, me daba baños de inmersión, me ponía a leer las tragedias griegas y me decía a mí misma: “Todo tranquilo, no pasa nada, estos la pasaron mucho peor que vos, serenidad”.
Nunca dice “cuando Borges murió”, sino “cuando Borges partió”, o “cuando Borges entró al gran mar, como decían los florentinos”.
María Kodama y Jorge Luis Borges en Egipto.