En las grandes preguntas que nos hacemos sobre el futuro de nuestro planeta estamos más cerca de una tragedia profética que de un escenario dickensiano. Moriremos cansados del sol (”y ojalá que el orden del mundo fuese a reventar”, dice Macbeth) antes que reconocer que habitamos en un cuento de hadas que se extingue en la fría oscuridad de la intemperie. En los años de apogeo de la cultura de masas hubo una mente extrañamente lúcida en el campo de la antropología social apenas reivindicada para estas cuestiones en torno al fin del mundo. La etnóloga norteamericana Margaret Mead (1901-1978) había preferido indagar en el “matiz” antes que en los grandes relatos, convencida de que la historia de nuestra huella en la naturaleza debía interpretarse con ojos de poeta (de hecho lo fue, y nada despreciable).
Feminista y pionera ignorada del concepto de “performatividad” del género (“hay que diferenciar las formas de dramatizar la diferencia sexual del hecho biológico sexo-género”), Mead se acercó a la mejor definición del hombre y la mujer colocados en un escenario universal que se preguntan qué está pasando y por qué deberían verse implicados. En una de sus lecturas en la Universidad de Columbia que provocaban riadas celestiales de empatía, afirmó que la primera señal factible de una cultura antigua no podía ser un gancho para pescar ni un cuenco de barro sino un fémur que se había roto y después curado. “Ningún animal sobrevive a una pierna rota el tiempo suficiente para que el cuerpo sane. Un hueso roto que ha sanado es la evidencia de que alguien se ha tomado el tiempo para cuidar al que se cayó. Ayudar a otro a superar las dificultades es el primer signo de civilización”.
¿En qué momento nos perdimos? La ciencia actual le debe mucho a los enfoques diminutos y resplandecientes de Margaret Mead, igual que a la climatóloga Eunice Foote (1819-1888), quien se anticipó en tres años a los experimentos del físico irlandés John Thyndall, considerado el descubridor del efecto del CO2 en la atmósfera. Foote hizo un experimento casero con cuatro termómetros, dos cilindros y una bomba de aire, y observó que el aumento de temperatura causado por el dióxido de carbono podría provocar un calentamiento global significativo. En 1856 publicó su artículo sobre el “efecto invernadero” pero lo que le dio reconocimiento no fue aquel hallazgo sino la invención de una suela de zapato hecha con goma vulcanizada que evitaba el chirrido al andar y del que logró la patente gracias a la ayuda de su marido, el abogado de licencias Elishia Foote.
Un agricultor rocía su campo de arroz cerca de Tr?n Ð?. Los fertilizantes provocan buena parte de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero, aparte de otros impactos negativos en el agua y la tierra.
Metafóricamente, el enigma del pequeño descubrimiento no estaba tanto en la coincidencia con el patronímico (Foote) como en su universalismo. Porque a medida que los humanos trastabillábamos del Holoceno a la era Antropozoica, el crujido de su huella en el planeta se iba a agigantar vertiginosamente en los polos, los cambios en las corrientes marinas y el desequilibrio de los ecosistemas.
El término Antropoceno llegó puntual con el cambio de milenio y fue acuñado por el Nobel Paul Crutzen para referirse a la nueva edad geológica en que los humanos devienen una fuerza planetaria capaz de producir transformaciones similares a las producidas por las fuerzas naturales. Desde entonces, no hemos parado de fantasear sobre el fin del mundo en libros y películas de catástrofes, y los especialistas en ciencias físicas acelerando los ensayos de esta Nueva Edad Humana en los helados desiertos de Marte.
Vamos dándole vueltas a lo que nos llevaremos al gemelo rojo, si la Mona Lisa o la Bullipedia de Ferran Adrià (en este asunto de cómo haremos las maletas, era muy ilustrativa la visita a la reciente exposición del CCCB, “Marte. El espejo rojo”) mientras las librerías desbordan las estanterías de novedades de la sección “Narrativa de transformación”. Éstas son algunas.
En Desde las ruinas del futuro, Manuel Arias Maldonado rastrea la secuencia histórica de las crisis pandémicas hasta llegar a la “banal y sin calidad” (Michel Houellebecq) de la COVID-19 y se entretiene en lecturas más impresionistas que realistas de los prescriptores que se han dedicado a repensar la máquina del fin del mundo (Agamben, Byung-Chul-Han, Arundhati Roy, Žižek , John Gray) donde el personaje principal es una humanidad repentinamente iluminada por la evidencia de sus propios errores y dispuesta a modificarlos por un mandato expiatorio típicamente moderno. “La crisis del planeta -defiende Maldonado- no es un fracaso de la modernidad sino justamente el resultado de su fracaso”. Recuerda la metáfora del león de Sánchez Ferlosio, que súbitamente aparece suelto en las calles de una ciudad: “La perfecta aeronave de la historia no puede, por lo visto, equivocarse, siempre está en su hora en punto, en su altitud exacta, en la velocidad de crucero prefijada. La aparición de un león en Düsseldorf es un error del león, nunca un error del principio que establece que en Düsseldorf no hay ni puede haber leones”.
Lecturas
Aprender a vivir y a morir en el Antropoceno
Autor: Roy Scranton.
Antropoceno. Reproducción de Capital y Comunismo
Autor: Carlos Soriano Clemente.
Noticias del Antropoceno
Autor: José María Merino.
Desde las ruinas del futuro
Autor: Manuel Arias Maldonado.
Una anguila muerta en una playa del Mar Menor (Murcia).Pedro Martínez