Si hacemos caso a la nota con la que se cierra Yo también fui un perro, la novela tendría su origen en el encuentro azaroso, en 1991, de unas pocas octavillas escritas por un anónimo estudiante de medicina.
En ellas anotaba la vigilancia a la que sometía a su novia: sus celos enfermizos, su manipulación.
Como ha comentado en alguna entrevista el propio Antonio Soler (Málaga, 1956), se habría valido de este material escaso para reconstruir, o mejor dicho inventar, un hipotético diario del estudiante: "Me llamo Carlos Canovas Merchán. Soy estudiante de medicina y tengo una novia llamada Yolanda", comienza la novela. Y el resultado es un libro demoledor; y una suma de dificilísimos equilibrios.
- En primer lugar, casi 300 páginas de trabajado monólogo del acosador "autojustificado"; es decir, con todos los matices y tonos sutiles de la escritura a veces naíf de un jovencísimo maltratador que se ve con el poder de armar en prosa su propia versión: la escritura de su diario íntimo.
Los fragmentos de este diario que a veces el autor tacha, arrepentido, combinan el análisis de su distancia social ("mirando a los vivos como si fueran muertos") con la falsificación embellecedora con que uno mira su propia vida; por ejemplo, cuando se compara con otro joven atractivo porque "caminaba solo, con todo a su espalda". Asimismo, su perorata oscila entre la agresividad y el victimismo, la dominación y el cuidado: Carlos presiona y manipula a Yolanda hasta que puede compadecerse de ella, protegerla incluso de sí mismo.
Es entonces cuando le concede "también el derecho a ser feliz y a tener placeres". No obstante, el narrador no soporta la visión de este placer. Yoli podría pertenecer a otro: incluso a ese otro que es él mismo desdoblado cuando ella alcanza el orgasmo; y él por su parte, con arrepentimiento, ya se ha corrido sin que ella lo sepa.
Carlos narra su escisión, empezando por su aislamiento de los demás, entendidos como cosas: "A veces pienso que la gente no existe si no la veo", escribe. Y es esta fisura de la libertad del otro, acompañada de una arraigada vergüenza social (la culpa del pobre), lo que desencadena su resentimiento.
ESCRITURA DISTORSIONADA DEL PROTAGONISTAPero no es esta una novela que funcione en una sola perspectiva. Soler construye un mundo más amplio. Porque en la escritura distorsionada del protagonista intuimos las tramas censuradas, no menos importantes: el reciente duelo de la madre de Carlos, la lenta liberación de Yolanda, las vidas de amigos del colegio o del barrio...
Personajes a la vez arquetípicos y sutilmente encarnados. Es esta una sabiduría de grandísimo novelista: construir un mundo coral y complejo con la sola voz de un individuo encerrado en sí mismo.
Y hay otra más: Yo que fui un perro narra acontecimientos de 1991 en una ciudad que podría ser Málaga, pero transcurre en cualquier rincón del mundo y en un presente que no puede contener mayor actualidad. Y lo hace con fuerza retrospectiva, también en un sentido puramente literario.
Porque entre las lecturas que obsesionan a Carlos está El árbol de la ciencia, del que copia esta cita en su diario: "Lo que quería encontrar era una orientación, una verdad espiritual y práctica al mismo tiempo".
También prueba a leer a Knut Hamsun. Y es de suponer que su próxima lectura la protagonice otro médico: Pedro, de Tiempo de silencio. No es un hecho accidental, sino una peculiar inversión del mito del antihéroe de raíz existencialista de las primeras lecturas escolares, aquellas novelas de formación protagonizadas por seductores "hombres del subsuelo".
En su lectura, con un nuevo contexto despojado de todo romanticismo, Soler impugna una tradición literaria de enorme éxito y profunda violencia masculina. A su vez muestra la esencial falta de autenticidad de ese proyecto que llamamos juventud: la imitación y el solipsismo, la deformación de la perspectiva. Una novela prodigiosa.