26 de enero de 1969. John Lennon y Yoko Ono visitan a Allen Klein en su suite del londinense Dorchester Hotel. Ansían conocer al abrasivo neoyorquino que ha obrado milagros financieros para los Rolling Stones. Esa noche, Klein se muestra sensible y pulsa todas las cuerdas: creció huérfano (como John), se conoce al dedillo la discografía de los Beatles, manifiesta respetuosa curiosidad por el arte de Yoko, está dispuesto a partirse el pecho por sus intereses. En cuestión de horas, la pareja es seducida: John le ruega que gestione sus asuntos; Yoko hasta se presta a mecanografiar el documento que certifica el acuerdo.
Gran vendedor, Klein ha detectado los puntos débiles de sus visitantes: lleva años desarrollando ese olfato. Contable de formación, empieza a trabajar para Bobby Darin, Bobby Vinton y otros cantantes disconformes con las liquidaciones de sus discográficas. Durante sus auditorías, comprueba que la industria musical es experta en prestidigitación. Paga lo que le apetece, aunque no necesitaría esas trampas: legalmente, con los contratos habituales, repletos de deducciones, el artista solo recibe migajas.
Hay que cambiar esto, decide Klein. Prueba con Sam Cooke, la voz sublime del soul. En 1963, Klein avisa a la disquera RCA que Cooke no volverá a grabar si no se renegocia su contrato. Huele a chantaje pero funciona: RCA acepta firmar con una productora, Tracey (como una hija del artista), que entregará las próximas canciones de Sam, que también recupera todo lo grabado anteriormente; nadie imagina que esas cintas valdrán millones.
En realidad, Tracey Ltd. pertenece a Klein y Cooke es finalmente su empleado. No llega a descubrirlo: es asesinado a finales de 1964, tras un encuentro con una prostituta especializada en desvalijar a sus clientes. Klein se vuelca con la familia del cantante y consigue que la atribulada viuda le venda los derechos editoriales de las composiciones del difunto; nuevamente, diamantes a precio de saldo.
Al año siguiente, Allen repite la jugada con los Rolling Stones. Sus representantes, Eric Easton y Andrew Loog Oldham, les explotan malamente. Pero hay vías de escape: el contrato tiene irregularidades. Klein se presenta en pie de guerra ante la plana mayor de Decca Records, que no puede permitirse perder a los Stones: para su eterna consternación, en 1962 la compañía rechazó a los Beatles. Klein copia la estrategia también en London Records, filial estadounidense de Decca. Doble victoria: consigue mejorar las condiciones del quinteto y extraer unos adelantos de varios millones de dólares.
Y aquí vemos las (malas) artes del escorpión. Si cobran de golpe esa cantidad, los Stones serán sometidos a los impuestos punitivos del gobierno laborista. Mejor, explica Klein, fraccionarlo en pagos anuales. A tal fin, monta una sociedad estadounidense, Nanker Phelge (seudónimo utilizado por los Stones para sus composiciones colectivas). Según avanzan los años, una vez que desaparecen Easton y Loog Oldham, Klein se hace con todos los derechos discográficos y editoriales: en 1970, cuando los Stones rompen con su business manager, descubren que sus nombres no figuran en los estatutos de Nanker Phelge. Y Klein es implacable: incluso reivindica como suyas varias canciones incluidas en Sticky fingers y Exile on Main St., los primeros lanzamientos del sello Rolling Stones Records.
Los millones generados por el grupo no permanecen inmóviles: Klein juega duro en bolsa y hasta intenta hacerse con el control de Metro-Goldwyn-Mayer, el histórico estudio de Hollywood. Sus sueños húmedos están en el cine: invierte en películas de serie B y en una producción costosa titulada El griego de oro, sobre el emparejamiento de Onassis y Jackie Kennedy. Adquiere la distribución de El topo y otra cinta de Alejandro Jodorowsky.
Volvamos a 1969. Con el aval de Lennon, Klein cree tener el camino expedito hacia los Beatles. Se equivoca: Ringo Starr y George Harrison siguen la pauta de John pero Paul McCartney apuesta por la familia de su mujer. Estos, los Eastman, tienen las peores referencias sobre Klein. McCartney, acostumbrado en la última época a pilotar la nave, jura que nunca trabajará con ese advenedizo y, por sorpresa, anuncia la ruptura de los Beatles. En los años siguientes, batallones de abogados pelearán por el tesoro del grupo.
¿Y Klein? A su estilo, sigue dando sustos a las grandes corporaciones. En 1984, descubre que una secuencia clave de Único testigo presenta a Harrison Ford y Kelly McGuillis bailando con Wonderful World, de Sam Cooke. Paramount ha olvidado pedir permiso; Allen consigue un cheque con seis dígitos y se reafirma ante sus hijos: esto de la música es un gran negocio.