Trabajar cansa, tituló Cesare Pavese uno de sus poemas más famosos, pero lo cierto es que no trabajar por una razón o por otra o teletrabajar también cansan, como sostiene la Organización Mundial de la Salud (OMS) en su último informe, al alertar de que el 60% de los europeos acusa síntomas de apatía y desmotivación provocados por los “inmensos sacrificios” de los últimos meses: como afirmó en rueda de prensa el director del organismo, Hans Kluge, “el coste ha sido extraordinario y nos ha agotado a todos, donde sea que vivamos y lo que sea que hagamos”.
No son síntomas nuevos, sin embargo: hace diez años el filósofo alemán Byung-Chul Han habló por primera vez de una “sociedad del cansancio” cuya manifestación más explícita sería el aumento de enfermedades como la depresión, el déficit de atención y el burn-out, todas ellas, reacciones a la aceleración de los flujos informativos y a una demanda excesiva de productividad: en una sociedad articulada en torno a un mercado laboral insuficiente cuyos peores rasgos ha radicalizado la pandemia, todos estamos “cansados del universo y de la sociedad” y sólo somos “ricos en ansiedad”, como escribió Fernando Pessoa.
“Cansancio sin recompensa es tortura”, definió Kerlynne Ferrer haciéndose eco del malestar que produce el tipo de trabajo no manual y sin un propósito claro que, desafortunadamente, constituye la actividad principal de millones de personas en este momento. John Lennon, uno de los grandes “cansados” de la música del siglo XX admitió, por su parte, en su canción A Hard Day’s Night que había trabajado “todo el día como un perro” y debería estar “durmiendo como un tronco”, en I’m Only Sleeping pidió “por favor no me despiertes, no me sacudas / Déjame donde estoy / Sólo estoy durmiendo” y en I’m So Tired reconoció que, aunque estaba “muy cansado” iba a encenderse otro cigarrillo, culpando de paso a sir Walter Raleigh, que hizo posible la popularización del tabaco en Gran Bretaña, por el hábito.
Acerca del cansancio es mucho lo que hay, todavía, para decir, como recuerda el historiador y sociólogo francés Georges Vigarello en su nuevo libro, Historia de la fatiga (Seuil); en él, Vigarello sostiene que cansancio y fatiga no son términos ahistóricos: desde la Edad Media hasta nuestros días, ambos han visto modificados los síntomas por los que se los reconoce, las causas que se les atribuyen, los términos con los que se los denomina, los remedios que se les dan y la forma en que son percibidos por los individuos y por la sociedad, por ejemplo otorgando una mayor importancia al “exceso de trabajo” de los hombres en detrimento del de las mujeres, cuyo agotamiento fue reducido durante décadas a una simple “neurastenia”, enfermedad que el psiquiatra alemán Emil Kraepelin definió en una ocasión como un “agotamiento sin cansancio y un cansancio sin agotamiento”.
Historia de la fatiga es un libro tremendamente estimulante, pese a su tema: presenta al sujeto occidental como una especie de Sísifo condenado a empujar cuesta arriba un enorme canto rodado que, al llegar a la cima, se le escapa de las manos y cae, obligándolo a volver a empujarlo una y otra vez hasta el final de los tiempos. Quizás Sísifo haya sido condenado a esa tarea interminable e inútil por haber cometido una infidencia: otras fuentes sostienen que pudo haber sido por asaltar a los viajeros; como sea, a Albert Camus, que escribió sobre él uno de sus mejores libros (El mito de Sísifo, 1942), no le interesa tanto la causa del castigo como la posibilidad de razonar por qué Sísifo, como el resto de nosotros, puede sentir por un instante, a pesar de su condena, algo parecido a la felicidad.
Y es precisamente en procura de esa felicidad, o de algo más o menos parecido, que la protagonista de Mi año de descanso y relajación de Ottessa Moshfegh (2018) se refugia en el sueño inducido químicamente.