El trabajo mata, muerte al trabajo

El pensamiento del postrabajo aboga no solo por mejorar la calidad del empleo, sino incluso por abolirlo. Diferentes ensayos exploran las distintas posibilidades ante una realidad de precariedad, peligros y afecciones mentales ya descrita por las novelas

Después de aquel infausto mordisco en pleno goce del paraíso terrenal, el castigo divino recayó sobre Adán en forma de condena a extraer los frutos de la tierra con el sudor de su frente. Y en la boca de ese infierno mundano que ardió en los campos de concentración nazis, recibía al recién llegado un cartel con aquel tan famoso como torticero mensaje de que “el trabajo te hace libre”.

Deberían resultar suficientes, pero no son estas dos las únicas advertencias capitales sobre la inveterada ocupación de —llamémoslo— laborar, trajinar, bregar, currar, ganarse el pan… en fin, esa no pocas veces tediosa actividad, que, en su acepción contemporánea, ya sea de 9 a 5 o en horario partido o por turnos, debería exhibir un aviso legal como las cajetillas de tabaco: trabajar mata.

Trabajar no solo acarrea potenciales peligros físicos y una rampante precariedad con evidentes repercusiones sobre el autocuidado, sino que, incluso en su vertiente menos arriesgada y más generosamente remunerada, conlleva una carga mental que afecta igual de gravemente la salud. Los empleados se declaran cansados, deprimidos, desmotivados, quemados. Hace ya mucho que se especula con que las máquinas se harán cargo de las labores más arduas y también de las que no lo son tanto, y los pensadores más radicales del postrabajo postulan no ya el alargamiento de los periodos de asueto, la mejora de la calidad de los empleos o la retribución de una renta básica universal, sino directamente la abolición del trabajo. Pero aquí seguimos, al pie del portátil, sin ni siquiera haber aprobado la reducción de la jornada laboral a 38,5 horas semanales en España.

En un artículo publicado originalmente en 2013, el antropólogo estadounidense David Graeber soltó la liebre y publicitó un secreto a voces, una realidad que muchos padecen, pero también un tabú del que pocos tienen el valor de hablar: en esta fase decadente del capitalismo, una ingente cantidad de puestos de trabajo —del sector privado, para más señas— resultan completa e irremediablemente inútiles. Son llanamente, tal como Graeber los denominó, “trabajos de mierda”. Como bien saben aquellos que los desempeñan, no es solo que nadie los echaría de menos si no existieran, sino que incluso el mundo sería un poco mejor si no hubiera quien los realizara. Aquel texto viral acabó convertido en un libro de referencia: Trabajos de mierda. Una teoría (Ariel, 2018), un ensayo donde el intelectual, fallecido en 2020, ofrece una definición operativa del término: “Un trabajo de mierda es un empleo tan carente de sentido, tan innecesario o tan pernicioso, que ni siquiera el propio trabajador es capaz de justificar su existencia, a pesar de que, como parte de las condiciones de empleo, dicho trabajador se siente obligado fingir que no es así”.

Así, un trabajo de mierda sería el que lleva a cabo la protagonista de El descontento (Temas de hoy, 2023), la primera novela de Beatriz Serrano. Instalada en una amplia oficina acristalada en el centro de la ciudad, Marisa llega diariamente a su puesto como ejecutiva publicitaria —donde se dedica, mayormente, a fingir que se encuentra reunida, visionar vídeos de gatitos y esbozar campañas pretendidamente feministas y tan rompedoramente diferentes como todas las anteriores— envuelta en ensoñaciones en las que fantasea con su propio atropello como vía de escape a una nueva jornada en el subsuelo. Desde el otro lado del escaparate, la vida de esta trabajadora se ve envidiable. En el interior, las proporciones del hundimiento se advierten catastróficas. “Después de leer Trabajos de mierda, me vino la idea sobre un relato que no trata de la precariedad exactamente, sino sobre esa falsa clase media”, comenta la autora, periodista de EL PAÍS. “Me interesaba esa gente que no viene de una familia boyante, sino que es ese tipo de persona a la que le han puesto la zanahoria delante. Marisa entró como becaria, ya se ha comido muchas horas extra sin remunerar, ha tenido que compaginar varios trabajos, y ahora ha llegado a esa posición en la que le dicen que debería ser feliz”. Pero, huelga decirlo, no lo es ni por asomo.

Resulta evidente que Marisa no se siente satisfecha, como tampoco lo está Jaime Rubio, personaje con el nombre del también periodista de EL PAÍS y autor de El informe Penkse (Altamarea, 2023) Jaime Rubio Hancock, una novela desopilante que le saca todo el jugo cómico al sinsentido de la burocracia kafkiana y el sopor inenarrable de la espiral de reuniones sin principio ni fin, cafés insulsos e informes pendientes, una lacra que no solo se ceba con los trabajos corporativos como el suyo, sino también, irónicamente, con los creativos: aquellos que, al menos sobre el papel, deberían proporcionar unas mínimas alegrías a los seres humanos. En su ensayo El informe (Anagrama, 2024) —que también gira, como su nombre indica, en torno a un ridículo dosier por rellenar— la investigadora científica del Instituto de Filosofía del CSIC Remedios Zafra, convertida en referente en asuntos de la desazón laboral desde la publicación, en 2017, de El entusiasmo (Anagrama), plantea un alegato en defensa de la denostada labor intelectual a través de la historia de una trabajadora que durante la mitad del año se dedica a la investigación y, la otra mitad, ejerce de pastora en Francia.

El relato de Zafra comienza en uno de esos laberintos absurdos y desasosegantes donde solicitar algo tan sencillo como un ordenador para trabajar se transforma en una pesadilla administrativa que termina ocupando más tiempo y esfuerzo que el propio trabajo, y evoluciona hacia la degradación y falta de consideración hacia los empleos creativos, esos de los que la Inteligencia artificial se está apropiando en vez de responsabilizarse —como cabría esperar— de las labores más mecánicas y aburridas. En un momento en que la tecnología y el teletrabajo han desdibujado las fronteras entre la vida personal y la laboral, extendiendo la jornada a un continuo que alcanza hasta donde empieza el horizonte elusivo de la jubilación, Zafra advierte de que “no basta con la mera voluntad de un trabajador” para revertir la situación y poner a la tecnología a jugar en favor de la humanidad, sino que “es preciso transformar la filosofía del trabajo mediado por tecnología y proponer cambios a distintos niveles que se pregunten: ¿cómo afecta esto que hacemos a la vida de las personas?”.

Estirada la cuestión hasta el extremo de la alienación, ese es en cierto modo el dilema, o al menos uno de ellos, que plantea la poeta danesa Olga Ravn en su novela Los empleados (Anagrama, 2023). Embarcados en un viaje hacia el planeta Reciente Descubrimiento, los pasajeros de la nave seis mil ofrecen uno por uno sus testimonios anónimos. Algunos son personas; otros, humanoides aparentemente indistinguibles. Todos se inquieren por su naturaleza, su destino y el sentido de la única razón por la que existen ahora: trabajan. “Jamás he sido un empleado”, zanja el Testimonio 031. “Fui creado para trabajar”. Si en esta distopía de personas y máquinas el trabajo se presenta como la única señal de vida, en el drama perfectamente realista de La central (Anagrama, 2024), de Elisabeth Filhol, el oficio supone literalmente un empujón hacia la muerte. En la Francia de los 56 reactores nucleares, los empleados como Yann subsisten a base de encadenar tareas temporales. Siempre en movimiento, duermen en caravanas y hoteles, sujetos a las constantes mediciones de la radiación en sus cuerpos que, si se sobrepasan, les dejan sin empleo y sueldo. ¿Una solución cuando esto ocurre? Realizar un curso para reciclarse como “agente de seguridad y radioprotección”. “Al ocupar el último escalón, por ser trabajador temporal, [cuesta] un mes bruto de salario”, le anuncia la empleada de la ETT al protagonista. Eso sí, que no se preocupe: con todas las “facilidades de pago”.


Lecturas recomendadas:

El descontento

Beatriz Serrano

El informe Penkse

Jaime Rubio Hancock

El informe.

Trabajo intelectual y tristeza burocrática

Remedios Zafra

El entusiasmo

Remedios Zafra

Los empleados

Olga Ravn

La central

Élisabeth Filhol

Traducción de Rubén Martín Giráldez


Un robot de inspección trabaja en una subestación eléctrica en Mongolia Interior (China), el 20 de junio de 2024.