Salvador Allende, 50 años de inmortalidad

El presidente chileno intentó apaciguar un país polarizado y convulso en el tramo final de su mandato, antes de su asesinato, hace medio siglo, no le dejaron

En verdad, el golpe militar de 1973 no tomó por sorpresa a nadie. Estaban quienes temían más bien la división de las Fuerzas Armadas y, con ello, una guerra civil; pero todos compartían que, ante la situación de polarización y caos a la que había llegado el país, un quiebre, en cualquier sentido, era ya inevitable.

La diseminación de la sensación de fatalidad aquejaba también al espíritu del mismo Salvador Allende, que en los días previos al golpe hizo cada vez más público el flirteo con su propia muerte.

La violencia que desplegaron las Fuerzas Armadas la mañana del 11 de septiembre, así como durante los días posteriores, superó sin embargo todo lo previsto y, aun, lo imaginado.

Cabe recordar que ese día bombardearon el palacio de Gobierno, con el presidente de la República y sus colaboradores adentro. También el hogar donde permanecía la familia de Allende, en la calle de Tomás Moro.

En todo el país fueron perseguidos y apresados los dirigentes de partidos, de sindicatos, de organizaciones campesinas, de federaciones estudiantiles y de agrupaciones poblacionales sospechosos de ser cercanos al Gobierno caído o de haber tomado parte en huelgas y movimientos de reivindicación.

Miles de militantes de partidos de izquierda debieron buscar asilo en embajadas.

  • Se estigmatizó todo lo que hubiera tenido que ver con el Gobierno derrocado, sembrando el terror entre quienes se habían identificado con la Unidad Popular (UP), la coalición de izquierda del Gobierno derrocado.

Todo esto en circunstancias en que, a pesar de la retórica revolucionaria anterior, la resistencia armada al golpe militar fue nula, y la Junta Militar declaraba que su propósito no iba más allá de "restablecer la institucionalidad quebrantada".


¿A qué respondió la extrema violencia del golpe?

Lo había advertido el general Carlos Prats, el comandante en jefe del Ejército que antecedió a Pinochet en ese cargo y quien fuera un leal colaborador del presidente Allende, lo que le valió ser asesinado junto a su esposa en Buenos Aires un año después, en septiembre de 1974: cuando las Fuerzas Armadas intervienen —señaló—, lo hacen con una dureza que está fuera del radar de los civiles.

Los mandos militares rebeldes necesitaban dar una señal de severidad hacia cualquier tentación de disidencia dentro de sus filas y así lo hicieron. Suponían, además, una capacidad de resistencia de las fuerzas de izquierda que en realidad no eran más que bravuconadas, pero ante lo cual optaron por actuar preventivamente, aniquilándolas.

Pero la violencia del golpe —que con el paso del tiempo adquiere un semblante aún más monstruoso— puso de manifiesto un fenómeno aún más profundo: la intensidad que había alcanzado la polarización y el miedo recíproco entre las corrientes en pugna.

También la magnitud de la demanda autoritaria entre los grupos que percibieron el gobierno de la UP como el punto de no retorno de una amenaza que se venía engendrando al menos desde el inicio de la reforma agraria, en los años sesenta del pasado siglo, y que había decantado en una mezcla de terror y de furia inmisericorde.

Más allá de la retórica propia de los tiempos de la Guerra Fría y de su efervescencia ideológica, lo que se propusieron Allende y la coalición política tras él, la Unidad Popular, no fue más que exacerbar las tres tendencias características del consenso que había imperado en Chile durante la segunda mitad del siglo XX: industrialización vía protección del mercado interno, integración social acelerada de los grupos populares y ampliación de la democracia política.

La idea era avanzar, por una vía pacífica y constitucional, hacia un socialismo que Allende caracterizaba como "democrático, pluralista y libertario".

En una primera etapa los resultados de tal empresa se mostraron positivos. Prontamente, sin embargo, brotaron desequilibrios extremos en el sistema económico, tales como inflación y desabastecimiento de productos de primera necesidad.

En paralelo se produjo un desborde del programa original, especialmente en materia de expropiaciones de tierras e industrias, por presión de los propios trabajadores, estimulados por los grupos de izquierda más radicales. El resultado fue la multiplicación de la movilización social, la agudización del conflicto político y una ola en ascenso de actos de violencia y terrorismo.

El sistema institucional, entretanto, se paralizó por la confrontación sistemática entre el Ejecutivo, el Congreso, el Poder Judicial y el organismo contralor [equivalente al Tribunal de Cuentas].

En octubre de 1972 se efectuó un prolongado paro de camioneros, respaldado por amplios sectores de las clases medias. Para desmontarlo, el presidente incorporó al gabinete a los jefes de las Fuerzas Armadas. Pero tras una breve pausa, la tensión siguió subiendo. Allende buscó entonces el concurso de la Iglesia católica para acercarse a la Democracia Cristiana, la principal fuerza de la oposición, presidida por Patricio Aylwin.

Como cuenta este último en un reciente libro de memorias, en esas conversaciones el presidente insinuó, a cambio de una tregua, congelar el programa, someter a plebiscito el espinudo asunto de la propiedad de las empresas intervenidas, ampliar la esfera de participación de los militares en el Gobierno, así como incorporar al gabinete figuras ligadas a ese partido.

Ninguna de estas ideas, orientadas a apaciguar el país y restablecer un sano funcionamiento institucional, cuajó finalmente.

¿Cuál fue el motivo por el que fracasaron esos intentos de acercamiento que podrían haber evitado el 11 de septiembre de 1973?

El debate se ha vuelto a abrir en Chile a raíz de la conmemoración de los 50 años del golpe: para unos fue la intransigencia de la Democracia Cristiana, para otros el rechazo del Partido Socialista a las propuestas de su propio líder, Allende, y para algunos la falta de resolución del presidente. Pero en realidad la causa de fondo hay que buscarla más allá del comportamiento de los actores.

Es imposible pasar por alto un hecho crucial: en 1973, la sociedad chilena (las familias, las universidades, las escuelas, los sindicatos, las juntas vecinales) estaba profundamente dividida en dos bandos irreconciliables.

Agotada y presa de una "desesperanza aprendida", la población asumía que no había más salida que la imposición de un bando sobre el otro.

La coalición de partidos que formaban la Unidad Popular, por su parte, estaba fracturada frente a la estrategia que sugería el presidente Allende, que buscaba una tregua para ampliar su base de apoyo y evitar el quiebre inminente del Estado de derecho.

El Partido Comunista lo respaldaba, pero su propio partido, el Socialista, así como sus fuerzas satélites, se oponían a ello en forma tajante. A estos la situación que vivía el país realmente no les inquietaba.

  • Simplemente confirmaba lo que siempre habían sostenido: que el proceso de cambio conduciría inevitablemente hacia un enfrentamiento armado.

Lo urgente para ellos, entonces, no era hacer pausas, sino prepararse para abordar con éxito la nueva fase: la de la revolución socialista.

Quizás Allende pudo haber seguido el camino que le indicaba su intuición, aun al costo de romper con su partido. Quizás era lo que tenía planeado hacer ese mismo 11 de septiembre —como sostienen numerosas versiones—, llamando a un plebiscito que con certeza perdería.

O quizás lo tenía descartado, porque prefería inmolarse antes que desatar una guerra fratricida al interior de la izquierda. No se sabe; sobre lo que sí hay certeza es que, en sus últimas palabras desde La Moneda, se despidió del pueblo, de la madre obrera, de los profesionales, de la juventud, del trabajador, del campesino, del intelectual, pero omitió cualquier mención a esa Unidad Popular que fue creada por sus propias manos, así como a sus partidos, dirigentes y militantes.

En un orador eximio como él, esto no es un olvido sino un desquite, como lo sugiriera Ascanio Cavallo en este mismo periódico.

En la oposición el panorama no era muy diferente. Vastos sectores de la Democracia Cristiana —con Frei Montalva a la cabeza— no estaban dispuestos a hacer ningún tipo de concesiones que pudieran servir de salvavidas para Allende y la Unidad Popular.

Ni qué decir la derecha tradicional. Esta se volcó abiertamente a una campaña sediciosa destinada a provocar la intervención militar, desde que en su seno ganaba fuerza un núcleo favorable a extremar las contradicciones y aprovechar las circunstancias con el fin de provocar un quiebre de tendencia de alcance histórico.


Entrada triunfal de Salvador Allende y el presidente mexicano Luis Echeverría el 30 de noviembre de 1972, en Ciudad de México.