Todo comenzó con el aviso de los traileros. Mensajes de radio donde alertaban, desde el martes por la tarde, que se venía la tragedia a los pueblos.
Hombres armados para destruir una ciudad, decenas de camionetas con blindaje artesanal, perforadas para encajar los rifles de asalto de un calibre capaz de tumbar helicópteros, marcadas con una X, como en una guerra, para no confundir con el enemigo. Se movían rápido hacia el norte, según avisaban los conductores de camión, que trataron de alertar con horas de antelación de lo que estaba a punto de suceder.
Sin nadie pisándoles los talones, conscientes del poder de sus pistolas, estos hombres vestidos de militar y equipo táctico, se tomaron el tiempo de echar gasolina a sus carros, de grabarse en video presumiendo de artillería y cilindradas: “Ya llegó la Chapiza: venimos con todo”.
La noche del martes nadie miraba a Caborca, la última ciudad del desierto de Sonora que comunica con Estados Unidos.
Lo que ningún vecino de Caborca comprende es cómo un convoy de ese tamaño pudo pasar por delante del destacamento de la Guardia Nacional, con más de 150 hombres, y después, de otro de la Secretaría de la Defensa, sin que nadie, ni un solo soldado, se asomara a defender el pueblo. Mucho menos la Policía Municipal. “No hubo una sola autoridad que saliera a enfrentarlo, se escondieron todas las corporaciones. Nos dejaron solos, nos abandonaron”, señala la vecina. Y no es la primera vez que sucede algo así, esos mismos hombres, que en aquel momento sumaban más de 100, tomaron la ciudad en marzo del año pasado.
Alrededor de las siete de la tarde del martes, un convoy con más de 20 camionetas desfiló desde Altar (Sonora) hacia Caborca, unos 35 kilómetros al norte. Este puñado de millas desérticas divide el poder de dos principales cárteles de la droga, históricamente unidos.
En Altar se han hecho fuertes los hijos de “El Chapo”, conocidos como Los Chapitos, más sanguinarios e impredecibles de lo que fuera su padre, según los expertos consultados. En este pueblo recóndito a pocos kilómetros de Estados Unidos, el narcotráfico ha encontrado en los últimos años otro negocio muy rentable: los migrantes.
Hasta este punto llegan todos los dramas que riegan al resto del país, los miles de hacinados en Tapachula, los otros miles que logran salir de centros de detención, los que consiguen avanzar hacia el norte. Un embudo de cientos de ellos cada día, que buscan cruzar del otro lado por precios que van desde los 4.500 dólares a los 7.500 por persona.
Y en Caborca mantienen el poder los herederos del histórico capo de los noventa, Rafael Caro Quintero, agrupados bajo su lugarteniente, apodado El Cara de Cochi.
Todos de Sinaloa y todos antiguos socios que han controlado las rutas del desierto desde hace décadas para el tráfico de droga hacia Estados Unidos. La captura de los cabecillas, la de “El Chapo” y el declive de Caro —tras 28 años en prisión y ahora prófugo—, ha fragmentado al poderoso Cártel de Sinaloa, que se pelea esta codiciada plaza. Los Chapitos quieren todo el negocio: las rutas de la droga, las armas y los migrantes, cuentan veteranos reporteros de la zona. Por este motivo, amenazan y sitian, cuando se les antoja, la ciudad del enemigo.
Los balazos se escuchaban cada vez más cerca. Una vecina de Caborca, de 45 años, cuenta desde el otro lado del teléfono cómo desde las siete de la tarde del martes sabían, a través de grupos de WhatsApp, lo que habían avisado los traileros. También lo supo desde ese momento la Policía, la Guardia Nacional y hasta el Ejército. Se metieron en sus casas y esperaron a que comenzara el asedio de su pueblo sin que una autoridad lo impidiera. Desde sus salones y habitaciones escucharon balazos sin tregua durante horas, el rafagueo de metralletas cada vez con más claridad.
Y la taquicardia, la psicosis colectiva: “¿Nos vamos de aquí?, ¿a dónde?, ¿a un hotel?, ¿vendrán a por mí?”. “Empieza como si estuvieras en una zona de guerra, como si se fueran contra la ciudad. Los primeros balazos los escuchamos a las 12 de la noche y los últimos a las 6 de la madrugada del miércoles. Nadie durmió”, cuenta la mujer, que prefiere no dar su nombre por miedo a represalias del narco.