Sobrevivientes de derrumbe en Florida apenas logran escapar

Alfredo Lopez y su esposa Marian estaban dormidos cuando los sacudió el primer estruendo. Momentos más tarde, un segundo estruendo, aún más fuerte, estremeció su cama en su apartamento en el sexto piso

FORT LAUDERDALE, Florida, EE.UU.  — Alfredo corrió para despertar a su hijo Michael, de 24 años, pidiéndole que se vistiese antes de correr a la ventana del balcón.

“Todo lo que podía ver era un polvo banco, muy espeso. No podía ver la baranda del balcón”.

Las luces se cortaron y la alarma sonó, avisándoles a los residentes de Champlain Towers South que evacuasen.

La familia Lopez — Alfredo tiene 61 años, su esposa Marian 67 — vive en el lado de la calle del edificio, que está parcialmente intacto, pero cuando abrió la puerta del apartamento la mitad del edificio se había desplomado. Un pedazo del suelo de metro y medio (5 pies) apenas dejaba espacio para escapar.

“No había corredor, ni techo, ni apartamentos, ni paredes, nada”.

A veces, la línea entre la vida y la muerte parece tan arbitraria como una vista al mar o una vista a la calle, un apartamento con número par o impar. Mientras que 126 residentes, mayormente en los apartamentos que dan al océano, están entre los desaparecidos nueve días después del derrumbe, muchos otros escaparon. Con el elevador desplomado, los sobrevivientes descendieron por la escalera que se había separado de la pared, ayudando en el descenso a vecinos a los que conocían por primera vez y a otros que conocían desde hace años.

Aunque el escape pareció angustiosamente largo, duró apenas minutos. En esos peligrosos instantes, antes de que el mundo se enterase de los más de 22 muertos y los muchos desaparecidos, ellos luchaban para sobrevivir.

“Cuando abrí la puerta a la escalera y la mitad se había caído, en ese momento supe que estábamos en una carrera contra el tiempo para que la familia escapase”, dijo Albert Aguero, que ayudó a un extraño de 88 años a salir.

En el primer piso, Gabriel Nir, recién graduado de la universidad, había terminado de ejercitarse y estaba en la cocina cocinando salmón.

La familia escuchó un estruendo. Sabían que había trabajos de construcción en el edificio y el incesante ruido les había molestado. Pero esta vez se sintió diferente.

La familia corrió al vestíbulo. Una vez afuera, notaron que el techo del garaje se había desplomado. Las alarmas de los coches aullaban, las luces de emergencia se encendían intermitentemente y el agua estaba cubriendo rápidamente el estacionamiento, donde las tuberías se habían partido. Una nube de polvo dificultaba la visión. Los residentes de otros pisos salían gritando, muchos de ellos aún en pijamas.

Se hacía difícil respirar. Los estruendos se intensificaron y Gabriel empujó a su madre y a su hermana a la calle.

“¡Corran, corran!”, les gritó.

Piedrecitas y trozos pequeños de escombros le golpearon la cabeza cuando se vio la vuelta a tiempo para ver una imagen que aún le acosa.

“Vi el edificio convertirse en polvo blanco”, dijo. “Oí a la gente gritar”.

“Tengo que regresar. Tengo que ver que todo el mundo esté bien”, dijo.

Pero sabía que era demasiado tarde.

En el undécimo piso, Aguero miró incrédulo los huecos en el foso del ascensor.

La mitad del apartamento contiguo se había desplomado. No había electricidad.

Aguero, de 42 años y residente en Nueva Jersey, estaba de vacaciones con su esposa, Janette, su hija de 14 años Athena y su hijo de 22 Justin Willis, que juega béisbol en la universidad.

Apenas hubo tiempo para hablar cuando salieron corriendo a la escalera, preguntándose si alcanzarían a descender los 11 pisos.

“No hubo tiempo para reaccionar. Solamente arrancar”, dijo Agüero.

Cada vez que descendían un piso, gritaban el número, una pequeña victoria de supervivencia, un piso más cerca de la libertad.

En el noveno piso, Raysa Rodriguez y su vecina Yadira Santos se juntaron en el pasillo, con del hijo de Santos, Kai, de 10 años, y su perrito maltés. Habían visto ya que la mitad del edificio se había desplomado y presumieron que la escalera también se había caído.

Rodriguez pensó que la única vía de escape era esperar en un balcón por el arribo de los bomberos. En medio del caos, su hermano Fred llamó — él había corrido al edificio y estaba parado afuera. Fred repitió una y otra vez la misma advertencia urgente.

“Sal del edificio, sal”, le dijo.

Decidieron intentar por la escalera. Cuando llegaron al octavo piso, encontraron a Ada Lopez, de 84 años, esperando con su bastón. Santos la había llamado para avisarle.

Rodriguez se adelantó para ver si había una forma de salir mientras los otros ayudaban a la anciana a bajar las escaleras, donde se encontraron con Albert Lopez y su clan.

Pero cuando Rodriguez llegó al garaje inundado, se dio la vuelta.

“Yo sabía que podía ser electrocutada”, dijo.

El grupo corrió de regreso al segundo piso donde alguien había dejado abierta la puerta de su apartamento. Desde el balcón llamaron la atención de los equipos de rescate afuera y una plataforma hidráulica los bajó a salvo.

Días más tarde, los Aguero, los Nir y los Lopez están todos bien. Abrazan a sus hijos y hermanos, sabiendo que muchos de sus vecinos no volverán, nunca podrán abrazar de nuevo a sus seres queridos.

Los Nir y los Lopez no tienen hogar. Todo desapareció. Ropa, computadoras, coches, incluso las recetas médicas. Es inconveniente, dicen, pero no importa realmente. Están vivos.

Por la noche, aún escuchan los gritos. Y la escena regresa a sus mentes.

“Los primeros días, tuve un horrible síndrome de sobreviviente”, dijo Lopez, que es sumamente religioso.

A Gabriel Nir le cuesta dormir. Trata de mantenerse ocupado para no pensar en lo que pudo suceder.

“Quisiera haber hecho más ... esas personas desaparecidas no van a volver”, dice.