Hoy asegura que pagó el precio: dice que fue amenazado de muerte, secuestrado y arrojado casi desnudo en un basural.
Después de eso decidió huir de Nicaragua. Se fue solo y llegó a Estados Unidos en febrero con la esperanza de encontrar paz.
“Tenía miedo y decidí buscar ayuda en este país. No puedo regresar”, aseguró en una reciente entrevista telefónica con The Associated Press desde su nueva casa en San Francisco, California.
Alan, de 20 años, es uno de los miles de nicaragüenses opositores al gobierno de Ortega que están escapando de Nicaragua y vienen a Estados Unidos en busca de asilo en momentos que la comunidad internacional ha denunciado nuevas violaciones a los derechos humanos y detenciones arbitrarias.
La salida de nicaragüenses también se ha traducido en una nueva situación miles de kilómetros al norte del país: Los arribos a la frontera estadounidense se han disparado.
La Patrulla Fronteriza encontró a nicaragüenses en 534 ocasiones en enero de 2021, pero en junio la cifra subió hasta 7.425, según datos de esa institución. Y en lo que va del año fiscal 2021, que comenzó en octubre pasado, la agencia ha tenido contacto con nicaragüenses más de 19.300 veces en la frontera sur estadounidense, un récord en los últimos años que ha superando con creces a las 13.000 veces del año fiscal 2019, la cifra anterior más alta.
En 2018 Nicaragua vivió una rebelión social. Durante varios meses hubo protestas, las cuales fueron sofocadas por el gobierno de Ortega con violencia. Al final se reportaron 328 muertos, según cifras de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
La misma comisión y grupos como Human Rights Watch han denunciado ahora que los arrestos y la represión a opositores han vuelto en los meses previos a los comicios generales previstos para el 7 de noviembre, en los que Ortega aspira a conseguir su cuarto mandato consecutivo.
Según la CIDH, más de una veintena de personas han sido detenidas recientemente, entre ellas opositores que incluyen a aspirantes a la presidencia como Cristina Chamorro, Arturo Cruz, Félix Maradiaga, Juan Sebastián Chamorro, Miguel Mora, Medardo Mairena y Noel Vidaurre.
También hay líderes estudiantiles y de organizaciones campesinas. Casi todos han sido acusados de traición a la patria.
El gobierno de Ortega no respondió a varios pedidos de comentarios de AP.
Cientos de miles de migrantes de otros países, como Ecuador y Venezuela, están también llegando a la frontera estadounidense este año, en momentos que la nueva administración demócrata del presidente Joe Biden ha suavizado algunas restricciones impuestas por el anterior gobierno republicano de Donald Trump.
En junio, más de una de cada cuatro personas localizadas por la Patrulla Fronteriza provenía de países que no son ni Mexico, Guatemala, Honduras o El Salvador.
Nicaragua es un país de Centroamérica con una población de 6,5 millones de habitantes. Sin embargo, las oficinas de Migración en Managua permanecen repletas de gente tramitando pasaportes, similar a lo visto durante la crisis de 2018.
La arquidiócesis de Managua se ha hecho eco del éxodo.
“Con tristeza constatamos nuevamente la migración de nicaragüenses, en su gran mayoría jóvenes, por persecuciones políticas”, dijo en una reciente declaración.
Alan, el joven de 20 años, participó junto a su hermano en las protestas de 2018. Su familia tenía una compañía de transporte y unos seis camiones. Varias veces funcionarios del gobierno se acercaron a la iglesia en Tipitapa, al oeste de Managua, donde los tenían estacionados para pedírselos. Según Alan, querían usarlos para movilizar a simpatizantes del oficialismo.
Su familia se negó. Y empezaron las persecuciones, aseguró.
“Nos buscaban en la casa, no vivíamos tranquilos”, recordó el joven, que llegó caminando y estuvo dos meses detenido en un centro para migrantes antes de ser liberado. En Nicaragua dejó a su pareja, su bebé de ocho meses y su madre.
El gobierno estadounidense no respondió mensajes de AP . El senador demócrata Tim Kaine, de Virginia, y presidente del subcomité del Senado en Relaciones Exteriores con el Hemisferio Oeste, dijo a la AP que los arrestos de rivales y violencia contra opositores “debe parar” en Nicaragua.
“Estas acciones desestabilizan a Nicaragua y fuerzan a los nicaragüenses que temen por sus vidas a huir de su país”, dijo el senador.
Anita Wells, una activista nicaragüense en Virginia que se dedica a ayudar a compatriotas en su país, en camino a Estados Unidos, o recién llegados, dice que está “desbordada” de trabajo.
“Tenemos cantidades de gente, de muchachos en centros de detención. Algunos están heridos, algunos son expresos políticos y aún así no siempre los dejan entrar (a Estados Unidos)”, dijo Wells.
La nicaragüense es una de las fundadoras de Abuelas Unidas por Nicaragua, un grupo que recauda y envía dinero a nicaragüenses en necesidad. También es una de las fundadoras de Nicaraguan American Human Rights Alliance (NAHRA), una organización que ayuda a solicitantes de asilo y que ahora intenta también evitar la expulsión de nicaragüenses que llegan a la frontera.
Al igual que Alan, José Olivera huyó de Nicaragua y dejó a toda su familia en su país, incluyendo dos niños y su esposa.
El ejecutivo de ventas de una empresa de electrodomésticos en Jalapa, una ciudad al norte de Nicaragua, cruzó la frontera estadounidense después que lo despidieron por negarse a aceptar un carnet de identificación que entrega el gobierno a sus simpatizantes.
Se lo habían advertido tanto el dueño de la compañía, que era simpatizante de Ortega, como funcionarios del gobierno que llegaban a su casa para ofrecerle la tarjeta. A través de papeles firmados por el partido oficialista —el Frente Sandinista de Liberación Nacional— que aparecían debajo de la puerta de su casa, le habían anticipado también que si se negaba a recibirla, lo iban a matar a él y a su familia.
“Nunca acepté ser simpatizante de ellos”, dijo José, de 38 años. “Honestamente, me da miedo. Me hubieran matado”, aseguró en una entrevista en un apartamento humilde que ocupa cerca del centro de Miami.
Su huida al norte empezó en autobús para cruzar hasta Honduras y luego a Guatemala. Luego caminó tres días por las vías del tren con sus pies ampollados, hasta llegar a México, donde fue secuestrado por narcotraficantes.
Tras pagar un rescate de 6.500 dólares que juntaron sus familiares, fue liberado tres días después. Cruzó el Río Bravo, que separa a Estados Unidos de México, y se entregó a la Patrulla Fronteriza en junio diciendo que quería pedir asilo.
Después de permanecer dos días detenido, fue liberado con un grillete electrónico en su tobillo derecho, lo cual permite a las autoridades saber dónde está mientras se resuelve su pedido de asilo.
Pero no todos los nicaragüenses que llegan a Estados Unidos cruzan por la frontera.
También ha aumentado la cantidad que entra legalmente: fueron 3.692 en enero y ascendieron a 7.375 en junio, según la Patrulla Fronteriza.
De acuerdo con abogados de inmigración y activistas, muchos de los que vienen con visas deciden más tarde si se quedan y piden asilo, o si regresan a su país en unos meses, antes de que se les venza el permiso de permanencia en Estados Unidos.
Los que solicitan asilo parecen tener más suerte en las cortes estadounidenses de inmigración que otros migrantes latinoamericanos.
El porcentaje de aprobación de asilo para los nicaragüenses en el periodo de 12 meses que terminó el 30 de septiembre de 2020 fue del 36%, en comparación con el 26% de todas las nacionalidades. Para los salvadoreños fue del 17%, para los guatemaltecos del 13%, para los mexicanos del 12% y para los hondureños del 11%, según estadísticas del Transactional Records Access Clearinghouse de la Universidad de Syracuse, un organismo que registra datos oficiales migratorios.
Alan espera ser uno de estos afortunados. El hermano con el que participó en las protestas del 2018 tiene ahora asilo en Estados Unidos.
En Nicaragua, Alan decidió vivir solo para no poner en riesgo a su familia y se mudó con una tía que le dio empleo en su mueblería. Pero ni siquiera así evitó que lo encontraran.
Un grupo de paramilitares encapuchados con gorros negros lo secuestró en diciembre de 2020 y lo llevó a una comisaría policial, recordó. Estuvo detenido tres días, hasta que lo esposaron, le tiraron gas en los ojos y lo arrojaron semidesnudo a un basurero en el medio del campo. Caminando por más de dos horas y con la ayuda de un vecino de la zona que lo acercó hasta una ruta, pudo llegar a su casa.
Fue el detonante de su huida.
“Ahora me siento tranquilo porque se que voy a tener una vida segura”, dijo. “Extraño a mi familia, pero se que algún día van a estar aquí conmigo”.