El origen no tan prehispánico de la tradición mexicana

En regiones del centro y sur del país se lleva a cabo una tradición profunda y un hecho social representativo. Los pobladores, además de encontrarse con la muerte, hacen comunión con los vivos

Los mexicanos esperan el Día de Muertos año con año. Papel picado, flores de cempasúchil, calaveras de chocolate y azúcar, pan de muerto, agua, sal, veladoras y los alimentos favoritos de sus antepasados llenan altares en casas y espacios públicos con el único objetivo de recordarlos y "recibirlos" en su regreso para compartir con los vivos.

De acuerdo con las costumbres y creencias de la población mexicana, el 1 de noviembre se recuerda a los niños fallecidos y el 2 a los adultos; además, en algunas regiones el 28 de octubre se rememora a aquellos que murieron por accidente o de manera trágica y el 30 de octubre a las almas de aquellos que murieron sin ser bautizados y permanecen en el limbo. En fechas recientes también se designa el 28 de octubre para evocar a las mascotas.

El 7 de noviembre de 2003, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) declaró el Día de Muertos en las comunidades indígenas mexicanas Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad, y aunque muchos consideran que el pasado prehispánico influyó en demasía en la tradición del Día de Muertos, en realidad esta celebración es un ejemplo del sincretismo latente entre la cultura hispana y prehispánica.

El origen prehispánico del Día de Muertos

De acuerdo con fray Diego Durán, existen dos rituales nahuas dedicados a los muertos: Miccailhuitontli o Fiesta de los Muertecitos, conmemorada en el noveno mes, equivalente al mes de agosto en el calendario gregoriano y la Fiesta Grande de los Muertos, celebrada al mes siguiente.

Los indígenas concebían a la vida y la muerte como un concepto dialéctico. De acuerdo con fray Bernardino de Sahagún, los antiguos decían que cuando morían no perecían, sino que comenzaban a vivir de nuevo. La muerte era parte de un ciclo constante.

Del mismo modo concebían a la siembra un ciclo en el que debían cosechar los frutos para volver a esparcir las semillas. Temían que durante estos meses la siembra muriera, pues era un tiempo de transición entre la sequía y la abundancia. El final del ciclo del maíz. En la mayoría de las regiones mexicanas este es el momento de la cosecha. Para continuar el ciclo, se buscaba compartir con los ancestros el fruto de la siembra. Era un ritual de vida y muerte en el que presentaban sacrificios y ofrendas (por lo general cacao, dinero, cera, aves, frutas) para que la sementera creciera nuevamente.

De acuerdo con el sociólogo y antropólogo José Eric Mendoza Luján, más tarde, durante los años de conquista, los lugareños cambiaron las fechas para aparentar que celebraban las tradiciones cristianas en el mes de las ánimas –del mismo modo que rezaban a figuras religiosas católicas que tenían 

sus iglesias sobre templos ceremoniales indígenas–. Más de 40 grupos indígenas, que superan los seis millones de personas, sostienen rituales asociados a esta celebración, según datos de la Secretaría de Cultura.