La vida de un migrante desde que sale de su país con los fardos a cuestas es como un videojuego cruel donde cada pantalla va siendo más dificultosa. Primero será el dinero, conseguir lo suficiente para agarrar a los hijos y cerrar la puerta; después las caminatas, las fronteras con los guardas corruptos, las extorsiones, la selva del Darién llena de muertos y de peligros. Guatemala añade a la pantalla más chantajes y violaciones. Un trato de perros en Panamá, tuberculosis en Costa Rica, fiebres y vómitos en los campamentos internacionales. Y México. El territorio de más de 3.000 kilómetros de sur a norte jalonado de trampas es la etapa final hasta Estados Unidos, un infierno que muchos no repetirían jamás. Autobuses que incumplen el destino prometido, policías que violentan a las mujeres, un suculento negocio del que participan muchos para quedarse con la poca plata que llevan los más pobres. El frío, el calor, las persecuciones de la Migra entre matas espinosas, la falta de agua... Y la Bestia, el tren que mutila los sueños.
La última etapa del videojuego, como manda la competición, suma el cansancio acumulado, al hambre y la miseria, las heridas que desuellan los pies y las imágenes que quedan atrapadas en lo más oscuro de la mente para nunca más verlas. México es una pantalla insalvable para muchos. Inserte otra moneda, les pide la máquina. Y otra más. Cuando ya se ha llegado al norte, una mala jugada les devuelve al sur, otra vez a empezar. Inserte monedas. En el camino a la frontera del bienestar, México, lleno también de pobres que quieren sacar su tajada, multiplica las penurias. Después estará el río Bravo, la última prueba para valientes que no saben nadar.
Una familia de venezolanos espera por si alcanza comida, en el albergue de Huichapan, Hidalgo.