TIJUANA, Baja California.
El iPhone de Ana Morazán, con una cubierta adornada por un alegre unicornio, tiene todo lo que le queda de lo que ella llama su “otro mundo”. Se refiere a la vida desahogada, de clase media, que llevaba antes de que dos huracanes seguidos destruyesen su casa en Honduras.
Contiene fotos de Morazán, de 42 años, con el cabello teñido de rubio, un maquillaje impecable y un vestido de noche. También hay fotos en las que se la ve trabajando como asistente médica a domicilio, con un delantal blanco y una sonrisa que denota el orgullo que sentía por tener su propia casa y ninguna deuda.
La cómoda vida que forjó trabajando duramente durante años y sacrificándose se esfumó en un lapso de dos semanas, cuando pasó a ser parte de los 1,7 millones de personas desplazadas por los huracanes Eta y Iota que azotaron Honduras en noviembre del 2020.
Los hondureños Ana Morazán y Fredi Juárez caminan hacia un albergue para migrantes en Tijuana
“Aquí hay carteles y mucho crimen”, dijo Juárez.Morazán trata de conservar el ánimo. Acogieron a un Chihuahua callejero y lo llamaron Jabibi. Ella trató de arreglarse un poco con ropa donada que recibe el albergue, pero la competencia entre las migrantes es feroz y la ropa desaparece en cuestión de segundos cuando es descargada.
“Es muy difícil para uno”, manifestó. “Solo tengo los recuerdos en la mente. Eso no se puede borrar”.