Ciudad de México.- En las bancas del café ´El Mañana´ tres hombres discuten sobre política. La escena es la típica discusión que se puede dar en cualquier café del Centro Histórico, pero esta no es una barra típica. ´El Mañana´ es un café improvisado bajo una carpa de plásticos, sostenidos por unas endebles tablas de madera. Aquí no hay máquina italiana ni capuchinos con leche de soja. El mobiliario son tres taburetes, un termo con café y al costado, un pequeño bote de sustituto de crema y una bandeja de azúcar. Abre a las cuatro de la madrugada y cierra a las diez de la noche. Lo atiende José Rodríguez, un venezolano de 32 años proveniente del estado de Sucre. Su café se encuentra ubicado en el centro del campamento instalado en la Plazuela de la Soledad, en el histórico barrio de La Merced. A Ciudad Carpita, como nombran sus habitantes al campamento, han llegado en los últimos ocho meses alrededor de 4.000 migrantes. Más de 2.500 son venezolanos. Jorge Rodríguez, como cualquier barista, sirve y atiende a sus clientes, que pagan cinco pesos mexicanos por un vaso de café. Los clientes, al igual que él, son venezolanos varados en su camino rumbo a Estados Unidos.
La noche del pasado domingo 28 de julio, el café se convirtió en punto de encuentro. Esperanzados, seguían en sus teléfonos móviles lo que estaba ocurriendo en Caracas. Cuando llegó el cierre de la jornada electoral y Elvis Amoroso, presidente del Consejo Nacional Electoral de Venezuela, anunció un nuevo triunfo para Nicolás Maduro, "fue como que nos quitaban la última esperanza" dice Jorge Rodríguez. A su lado está Kendric Amesty, un hombre robusto y fuerte que en Maracaibo trabajaba como profesor en la Universidad de Zulia. Cuando se le pregunta si está convencido del triunfo de Edmundo González, se endereza de su asiento y fija la mirada para afirmar con voz muy seria: "Si alguien en el mundo lo duda, que venga aquí".
Así pasan los días en el improvisado café, hablando de sus planes, de la famosa cita que deben tramitar ante las autoridades migratorias de México. Pero el sistema está saturado, por lo tanto, no habrá citas hasta dentro de cinco meses. Hablan de lo que harán si llegan a Estados Unidos. Todos tienen ideas, sueños y planes distintos, pero coinciden en que Maduro no se irá, que saldrán de Venezuela millones de personas en los siguientes años y que ellos no van a volver. "La noche del domingo me acerqué a una carpa con mi amigo ´el gato´ y conectamos mi teléfono a una bocina, escuchamos el mensaje de Amoroso y yo sentí horrible, supe que ya no podría regresar a mi país. Esa noche pensé que si ganaba Edmundo, me iba a devolver de inmediato", cuenta Amesty.
Según cifras oficiales del ACNUR, más de ocho millones de venezolanos han migrado en los últimos diez años. Algunos de ellos han estado previamente en Chile, una parada más en esta eterna travesía migratoria. Entonces, aseguran que en Chile un dictador llamado Pinochet hizo una transición a través de un plebiscito. "Eso lo aprendimos en Chile", cuenta Amesty. "Ojalá, pero acá no va a pasar eso, este tipo no se va a ir", refuta Rodríguez.
Y así, transcurre una jornada más en el café de Ciudad Carpita, como en cualquier otro café de la ciudad.
Si el campamento que se ubica en pleno corazón del centro de Ciudad de México estuviera en cualquier otro punto de la capital, sería declarado una emergencia humanitaria o un escándalo vecinal. Pero se encuentra en una de las zonas más descuidadas de la ciudad. En los años noventa, la Plazuela de la Soledad era un sitio temido por lugareños y visitantes. La prostitución y la delincuencia reinaban en toda la zona. Hoy, eso se desdibuja debido a la cantidad de migrantes que llegan ahí cada semana. Hay un movimiento constante de la población, y el flujo de personas parece no tener fin.
El improvisado asentamiento lleno de carpas tiene de todo. Al ingreso, tres hombres cocinan pollo y venden el plato a 35 pesos mexicanos. Más adelante, un letrero anuncia que hay medicamentos y arroz con pollo estilo Venezuela. A la derecha está la barbería de Alexis Escobar, un joven de 23 años proveniente de Barquisimeto, que llegó al campamento en febrero de este año y que de inmediato se puso a cortar el cabello. Conoce bien la técnica, pues trabajó un año en Bogotá antes de emprender el viaje. Su barbería no es lujosa, pero no le hace falta nada. Tiene un improvisado espejo que consiguió desechado de una tienda, y los clientes pueden leer el Salmo 91 mientras le cortan el cabello.