MADRE DE DIOS, Perú
Larri Ihuizi Keontehuari suele llevar en su bolsillo alguna pepita de oro que vende por 220 soles (60 dólares) el gramo. Es un hombre menudo, de mirada esquiva y a sus 31 años es el presidente de la comunidad Harakmbut de Puerto Luz, en el sudeste de la Amazonia peruana, donde las comunidades indígenas pueden extraer oro de su territorio sin pedir autorización al gobierno. Incluso, como hace Larri, pueden traer invitados no indígenas para que lo hagan.
Para amalgamar en una sólida piedrita los granos brillantes y amarillos que se filtran en el lecho del río Karene, los mineros que llegan cada día a Madre de Dios desde todo Perú, autorizados o no, necesitan hacer un montoncito y echar unas gotitas de mercurio. Hacen falta entre tres y siete gramos de azogue para producir un kilogramo de oro.
Puerto Luz, cobijada por una vegetación espesa, tiene 62 mil hectáreas, 500 habitantes y es una de las 10 comunidades de la reserva comunal Amarakaeri en la provincia del Manu, región Madre de Dios. Para llegar, los mineros gastan al menos 100 dólares tomando dos embarcaciones y tres camionetas-taxi.
En la entrada a la comunidad hay una cancha de futbol que al mismo tiempo funciona como plaza central. Alrededor, casas de madera sin ventanas ni servicios sanitarios crujen por la humedad. En una de ellas se lee la frase: “Al que mucho nos critica algo de nosotros le picó”. En la maleza, un par de gallos husmean perdidos entre botellas de plástico y cartuchos de caza. Entre ligeros vientos selváticos y música de largos días de borrachera, una iglesia evangélica tutela la cotidianidad del pueblo.
Larri vive al lado de la iglesia. Sus agrietadas manos permanecen entrecruzadas mientras intenta explicar cómo llegó a liderar su comunidad. Fue azar, él nunca lo quiso, nunca lo pidió y ahora está intentando descifrar sus responsabilidades. A diferencia de sus predecesores en el cargo, sus ojos relucen cuando se le pregunta por el oro: “Estoy a favor de la minería artesanal”, dice. Y se apagan cuando se le pregunta cuál es el problema más grande que tiene la comunidad. Larri piensa una respuesta, observa detenidamente la piedrita de oro de unos tres gramos que dejó refulgente sobre la mesa y, al no tener nada que decir, termina por estacionar sus ojos en una ligera llovizna que vuelve grises las copas de los árboles.
En la parte baja del pueblo está la casa de Jorge Tayón Keddero, el encargado de la seguridad comunitaria, quien a sus 70 años percibe cómo se desmorona la cosmogonía de su pueblo. Es un hombre corpulento que ha trasladado su fuerza física a la mente: “Qué importa el hombre si no hay tierra para trabajar”, “qué importa el trabajo si el beneficio es para otros”, “qué importan los otros si no luchan por el bien común”. Calla. Al silencio lo cubren sus lágrimas. Jorge no está de acuerdo con invitar extraños, vive amenazado por mineros ilegales y opina, mirando barranco arriba, que a veces las personas se dejan seducir por el oro olvidando sus raíces.
Jorge dice que hay alternativas para combatir la egoísta fiebre del oro: está plantando un cacao de alta calidad que fue premiado en Bélgica: “Y para eso no hace falta mercurio ni arrasar más selva”.
Ruben Timelensuki, el antecesor de Larri, está de acuerdo con Jorge. En la maloca que habita con su numerosa familia guarda un tarrito de mercurio El Español, al lado de su televisor de 42 pulgadas. Cada tanto se hunde en alguna ribera y extrae algo de oro para ganar unos cuantos soles.