Suena cumbia en la radio de la patrulla mientras avanza por la autopista entre una manada de tráileres y camiones de carga. De pie y armados con fusiles R15, tres policías vigilan la carretera desde la parte de atrás de la pick up.
Van pasando los kilómetros y lo poco que se pone a tiro es alguna vaca pastando entre los campos de cactus, señoras vendiendo tacos en las áreas de descanso y un muchacho con chaleco naranja que mueve una banderita para avisar que están arreglando el pavimento y conviene bajar la velocidad. La patrulla pisa el freno pero los fusiles siguen apuntando.
Durante el trayecto realizado el último miércoles de junio a bordo del coche policial, la autopista que conecta Monterrey con Nuevo Laredo podría pasar por cualquier otra carretera de México. Como tantas otras veces, debajo de la aparente normalidad se esconden los demonios de la violencia.
En los últimos meses, casi un centenar de personas han desaparecido en los apenas 200 kilómetros que separan la capital de Nuevo León, nodo industrial mexicano, con la ciudad fronteriza de Tamaulipas, foco rojo del crimen organizado.
Las fiscalías de ambos estados han abierto 65 carpetas de investigación, mientras las asociaciones de familiares denuncian 109 desaparecidos. Más de 70 desde enero: camioneros, conductores de Uber, turistas, familias con niños.
No hay un patrón claro, tampoco ha habido llamadas de rescate pidiendo dinero a las familias y unas 30 personas ya han aparecido. En sus relatos, según los testimonios recogidos por las asociaciones, cuentan que fueron interrogados y maltratados antes de ser liberados.
Uno de los testimonios, al que ha tenido acceso EL PAÍS, habla de un “cuartito en el que hay mucha gente, incluidos niños”. Continúa con “golpes, preguntas y un taco al día para comer”. Otro de los relatos, proporcionado por la Policía estatal de Nuevo León, especifica el caso de una familia a la que les encontraron durante el interrogatorio unas fotos con rifles de caza.