Los primeros 24 años de vida de Pedro González Velasco fueron agitados. Nació en 1815 en la aldea segoviana de Valseca, creció entre cerdos trabajando como porquero, ingresó en un seminario hasta llegar a fraile carmelita descalzo y acabó soltando el hábito y combatiendo en una guerra civil, la primera carlista. El 18 de octubre de 1839, aquel veinteañero, al que ya había dado tiempo a ser y dejar de ser monje y soldado, entró en borrico en Madrid. Ya no tenía oficio, pero pronto estudió cirugía, se doctoró en Medicina y acabó, flanqueado por el rey de España, inaugurando un templo a la ciencia que sigue vivo: el hoy Museo Nacional de Antropología. La vida del llamado doctor Velasco sería imposible de creer si el historiador Luis Ángel Sánchez Gómez, de la Universidad Complutense de Madrid, no se hubiera dedicado a verificar meticulosamente cada detalle. Sucedió.
Velasco ha pasado al imaginario popular por haber paseado en carroza por la capital con el cadáver de su hija embalsamada, por haber convencido a un gigante extremeño para comprarle su cuerpo en vida y por haber profanado las tumbas del cementerio de Zarautz en busca de cadáveres frescos, pero nada de esto ocurrió, según aclara Sánchez Gómez en Entre cadáveres. Una biografía apasionada del doctor Pedro González Velasco (1815-1882), recién publicada por el CSIC.
“Soy consciente de que para muchos el doctor Velasco es un personaje poco o nada atractivo, alguien obsesionado con la muerte y con los cadáveres, capaz de poner en práctica actos simplemente repulsivos. Sí, reconozco que apasionarse con su figura puede resultar extraño, pero si me he embarcado en este proyecto es, precisamente, porque pienso que esas valoraciones son tremendamente injustas y quiero demostrarlo”, confiesa el historiador en la introducción de la biografía.
Velasco sí tuvo “una verdadera obsesión por diseccionar todo despojo humano del que pudiera disponer”, según resume Sánchez Gómez. A pocos metros de donde hoy se expone el Guernica en el Museo Reina Sofía, en el mismo edificio que entonces era el Hospital General de Madrid, el cirujano diseccionaba cadáveres humanos y animales, maceraba los esqueletos en estiércol y se sentía “feliz, más satisfecho que en un sarao", en sus propias palabras.
Velasco era realmente bueno con el bisturí. Sus habilidades como cirujano le hicieron pronto ganar dinero y en 1854 viajó a París, donde visitó el Museo Dupuytren, “el primer templo a la anatomía patológica”, fundado 20 años antes por el científico español Mateu Orfila. Lo que Velasco vio allí le fascinó: estantes llenos de tumores hiperbólicos, fetos deformados, órganos genitales de personas hermafroditas, rostros con un solo ojo, niños con dos cabezas. “Las monstruosidades más admirables y extravagantes se encuentran aquí”, escribió en un librito sobre el museo publicado al regresar a Madrid.
Velasco abrió enseguida, a finales de 1854, un pequeño museo en su propia casa madrileña, un piso de lo que hoy es el número 107 de la calle de Atocha. Él mismo describió su contenido: “una sorprendente colección de huesos humanos, [...] deformidades, lesiones anatómicas, [...] una completísima y numerosa reunión de cráneos, entre los que se encuentran varios de criminales, idiotas y monomaniacos”.
Cuenta Sánchez Gómez que hacia 1860 Velasco ya era, probablemente, el cirujano más famoso de España. Entre su clientela figuraban aristócratas, empresarios y arzobispos. Su pequeño museo se empezaba a llenar de curiosidades más allá de la medicina, como la cabeza reducida de un jíbaro. Nombrado director de los museos anatómicos de la Universidad de Madrid, el cirujano también se dedicaba a diseccionar cientos de cadáveres. Se definía a sí mismo como “un pobre obrero de la ciencia” que buscaba mejorar el bienestar humano “preguntando a los despojos de la muerte”.
La leyenda macabra de Velasco pregona que construyó una mansión sobre el antiguo cementerio de Zarautz para profanar las tumbas y robar cabezas de la “raza vasca”, en una época en la que los antropólogos estaban obsesionados con la supuesta superioridad intelectual de determinadas “razas” en función de su tamaño cerebral. “Debemos reconocer que existen mecanismos mucho más sencillos y baratos para conseguir unos cráneos, por muy vascos que sean, que hacerse construir una gran residencia de verano junto a un viejo cementerio”, sostiene el biógrafo, que ha demostrado con documentos de la época que la casa de Velasco no estaba sobre el camposanto, sino en una finca vecina.
La historia real no necesita aditivos truculentos. En agosto de 1862, recién instalado en su residencia veraniega de Zarautz, Velasco envía un cráneo empaquetado al célebre antropólogo francés Paul Broca. La pieza maravilla al destinatario, porque corresponde a una cabeza ovalada y no a una redondeada, un rasgo que entonces se creía característico de la “raza vasca”. Un mes después, Broca viaja a Zarautz y regresa a París con 59 cráneos más. Los escritos del francés cuentan que Velasco y él recogieron los huesos “deprisa, sin seleccionar, por la noche”.
“Velasco no destripa las sepulturas del viejo cementerio de Zarautz para arrancar los cráneos a sus legítimos propietarios. Hace algo mucho más sencillo y también menos macabro, aunque muy poco honesto: saquea el osario”, reflexiona Sánchez Gómez. “¿Por qué roba esos cráneos?”, se pregunta el historiador. “Pues creo que lo hace por una muy sencilla razón, completamente acorde con su inquebrantable e imperecedero compromiso a favor del progreso de la medicina y de las ciencias antropológicas: se siente obligado a reunir cuantos elementos pueda para facilitar el estudio del origen, distribución y características del ser humano”, sentencia el autor de Entre cadáveres.
Los cráneos robados en el cementerio de Zarautz se conservan hoy en los almacenes del Museo del Hombre de París y en los del Museo Nacional de Antropología, en Madrid. Sánchez Gómez cree que aquella obsesión antropológica ayuda a explicar también el episodio más tétrico y conocido de la vida de Velasco: la exhumación del cadáver de su hija Conchita para conservarlo en una urna de cristal en su palacio-museo.
Conchita nació en 1848 en Madrid y se crio “rodeada de fetos monstruosos, cráneos, esqueletos y animales disecados”, como subraya el historiador. Velasco y su esposa, Engracia, solo pudieron disfrutar de la infancia de su hija, que murió por unas fiebres tifoideas en 1864, con 15 años. “La herida que queda en mi corazón, despedazado con la muerte de mi querida hija, no se curará jamás”, escribió el cirujano días después en la revista El Siglo Médico.
“La devastación que le provoca la muerte de Conchita es de tales proporciones que, transcurrida más de una década, continúa siendo incapaz de asumirla”, relata el historiador. El 29 de abril de 1875, Velasco inauguró junto al rey Alfonso XII su gran templo científico, el actual Museo Nacional de Antropología, donde también vivía. Un día después, el cirujano exhumó el cadáver embalsamado de su hija y lo trasladó al nuevo palacete, tras lograr una autorización. “En realidad, en modo alguno pretende exhibir la momia de Conchita, ni siquiera almacenarla en su gran museo. Quiere tenerla cerca de sí, en su casa, y eso es lo que hace”, explica Sánchez Gómez.
El cadáver de Conchita, gracias al embalsamamiento realizado 11 años antes, no estaba descompuesto, pero era “una repugnante forma humana”, en palabras de Ángel Pulido, un discípulo de Velasco que estaba presente y lo detalló en la revista El Anfiteatro Anatómico Español. “¿Qué quiere de aquello que no se atreve a llamar su hija y lo llama el cadáver de su hija? ¿No le aterra pensar que ya no late allí el alma de otros tiempos? ¿No le mata el ver que sus miradas cariñosas resbalan sobre aquel frío y repulsivo semblante?”, se pregunta Pulido.
Velasco vistió el cadáver de su niña con un traje de raso blanco, guantes y zapatos, lo adornó con joyas, una peluca y colorete en las mejillas, y lo colocó en una urna de cristal en el oratorio privado del palacete. “La capilla está en el edificio del museo, pero en las dependencias domésticas del doctor, en su casa —la actual biblioteca del Museo Nacional de Antropología—; no es accesible, por tanto, al público que visita el centro. Todos los días se acerca a su niña y le habla; pero, por supuesto, nunca la saca a pasear por Recoletos o el Retiro, como aseguran muchos relatores de la leyenda décadas después”, señala Sánchez Gómez, que ya en 2017 publicó otro libro sobre este extraordinario episodio: La niña. Tragedia y leyenda de la hija del doctor Velasco (editorial Renacimiento).
El historiador invita a mirar con ojos decimonónicos lo que hoy parece “el colmo de lo macabro”. La burguesía y la clase media de la época, afirma Sánchez Gómez, “asumen la conveniencia y hasta la necesidad de estudiar, manipular y exhibir cuerpos humanos o partes de cuerpos humanos, lo que seguramente contribuye a que ni el gran Museo Antropológico ni la instalación allí de Conchita [...] generen un rechazo explícito entre la población”.
Fallecida su hija, Velasco se volcó en ampliar su colección, que incluía de todo: el cráneo destrozado de una persona atropellada por un carro, un cerdo de un solo ojo, una momia peruana, fotografías de estrábicos, un himen extirpado. Sus métodos eran muy turbios en ocasiones, como reconoció en la revista El Anfiteatro Anatómico Español tras adquirir un “feto monstruo curioso”, de formas “elefantiásicas”, en sus palabras. “Para obtener este ejemplar fue preciso sacrificar algún dinero y trabajar mucho hasta persuadir a un sepulturero de la utilidad científica que resultaba en examinar dicho caso”, escribió el cirujano.
Hoy en día la pieza más conocida del Museo Nacional de Antropología es el llamado “gigante extremeño”: el esqueleto de Agustín Luengo (1849-1875), un hombre de Puebla de Alcocer que medía 2,30 metros a sus 26 años. La leyenda cuenta que Luengo se exhibía en circos y barracas de feria, alcoholizado, hasta que Velasco le propuso pagarle un sueldo de por vida, con la condición de que le cediese su cadáver al morir. El historiador no ha encontrado ni rastro de veracidad en esta historia, que prosperó en la prensa medio siglo después de los hechos.
Sánchez Gómez documenta otra versión. Luengo llegó a Madrid el 28 de agosto de 1875, acompañado de su madre, tras un viaje que el historiador atribuye a la búsqueda de un tratamiento contra el insoportable dolor en sus rodillas. El 3 de octubre, la prensa informó de que el propio rey Alfonso XII había conocido a aquel extremeño tan alto. El 18 de octubre, Luengo ya no podía ni levantarse de la cama. El doctor Velasco lo visita, sin poder hacer gran cosa. El 11 de diciembre, el diario La Correspondencia de España publica que el chico se encuentra “enfermo de gravedad y sin recursos” en una posada del centro de Madrid. El 31 de diciembre, muere. Al día siguiente, su cadáver se traslada al museo y Velasco le hace la autopsia.
El historiador no ha encontrado pruebas que desmientan la explicación que dio el propio cirujano en la época: “El cadáver de este joven ha sido trasladado al Museo con aprobación de su desconsolada madre, quien ha manifestado su deseo de que sirviera para estudios anatómicos, y con la de las autoridades respectivas”. Sánchez Gómez cree que Velasco convenció a la madre “seguramente gracias a la donación de alguna cantidad en metálico, pues la pobre mujer carecía de recursos para darle un entierro como Dios manda”. El esqueleto se empezó a exponer en el museo tan solo un mes después de la muerte de Luengo.
El propio doctor Velasco falleció el 21 de octubre de 1882 por una infección pulmonar que le asfixió durante meses. “El cuerpo permaneció expuesto en el salón grande del museo durante los dos días siguientes; al final, ¡el propio doctor formó parte de la exposición!”, narra su biógrafo. Con el cirujano también murió su museo, que fue comprado por el Estado y troceado entre varias instituciones. “Podría haberse convertido en el núcleo original de un museo nacional de anatomía y medicina que España, a día de hoy, aún no tiene”, lamenta Sánchez Gómez. Los cadáveres de Velasco, Engracia y Conchita descansan hoy en el Cementerio Sacramental de San Isidro, en Madrid, pero su leyenda sigue viva. Un día de octubre de 2020, alguien había dejado una flor roja en sus tumbas.