La muerte del indio tompacuas Serafín por el robo de un sombrero, en 1837

Eran como las dos de la tarde del día 16 de julio de 1837, cuando a Julián Guerra le llegó la noticia que en el fondo del solar de la casa de Juan Sámano se encontraba el cadáver de uno de los naturales de la nación indígena conocida como “campacuas” (sic. tompacuas). Don Julián era el Regidor, Alcalde en turno y Juez de la villa de Reynosa, quien por obligación tenía que abrir la averiguación sobre la muerte violenta que había sufrido el indígena. Al no encontrarse en la villa ningún médico ni cirujano, el Juez dispuso que lo acompañara Ramón Cavazos en calidad de cirujano empírico, además lo escoltaron sus dos asistentes. El cadáver tenía debajo de la tetilla derecha una puñalada de media pulgada de ancho. El perito observó que la herida podía ser de bayoneta o verduguillo; explicó que la herida tenía tres y media pulgadas de hondo, lo suficientemente profunda para haber causado la muerte al indígena. Averiguaciones El mismo día, el primero que compareció ante el Juez fue el comerciante de 25 años de edad originario de Reynosa, Juan Sámano, propietario del solar donde se encontraba el cadáver. Sámano declaró que el cuerpo era del indio conocido como Serafín, de la etnia tompacuas. Supo por su sirviente Juan Selbera, quien estuvo presente donde había sido la riña, y le dijo lo había matado José María Chávez. Cuando se le preguntó al sirviente sobre el homicida dijo que había sido el sastre José María Chávez. Selbera explicó, que en el lugar de las vicisitudes Ignacio de León dormía ebrio tirado en la calle, cuando el indígena Serafín en compañía de Norberto, de la misma etnia, le robaron el sombrero. Al mismo tiempo salió Marcelino Ramírez, quien les dijo que le entregaran el sombrero del borracho. Ambos indígenas le contestaron que no se lo daban, lo retaron diciéndole que ellos eran muy hombres. En ese momento salió de su hogar José María Chávez en defensa de Ramírez, cargando una bayoneta en la mano. Al ser confrontado también por los indígenas, les dio una puñalada a cada uno: a Serafín en la tetilla derecha y a Norberto en un brazo. Selbera después confirmó que la estocada había sido tres dedos abajo de la tetilla. El sirviente Selbera se hacía acompañar por Darío Garza. Este último declaró que estando en la esquina de la casa del finado Antonio Leal, trataron ambos de levantar al borracho que estaba tirado; al mismo tiempo peleaban los dos indios con Marcelino Ramírez y José María Chávez. El primero les reprendía sobre el sombrero de Ignacio de León, mientras que Chávez repartía las dos puñaladas. El muerto se encaminó hacia la casa de Juan Sámano donde quedó tirado. Marcelino Ramírez atestiguó que les pidió dos veces a los indígenas que le entregaran el sombrero del borracho, pero primero le contestaron que De León era su amigo y la segunda vez lo retaron. Dijo que cuando salió de su casa José María Chávez, el indio Serafín se le fue encima a darle con una piedra.  El arresto Ese mismo día 16 de julio de 1837, el Juez Julián Guerra mandó aprehender con un par de grillos a José María Chávez y lo puso en la cárcel de la villa, a cargo del portero de este Juzgado, quien hace las funciones de Alcaide. José María era un saltillense que contaba con 25 años de edad y practicaba el oficio de sastre. Ese día que asesinó al indio Serafín se encontraba en su casa porque era día festivo. Al día siguiente, el homicida declaró que, estando tirado Ignacio de León en la calle junto a su casa, llegaron los dos indios quintándole al borracho el sombrero y el pañuelo; a estos indios les reconvino que dejaran las prendas y fue cuando lo embistieron a pedradas hasta meterlo a su casa. Fueron varias las pedradas unas más fuertes que otras, haciéndole unas heridas en la espalda, las cuales se las mostró al Juez. Esta fue la razón para haberlos herido con la bayoneta, expresando que lo había hecho en defensa propia.  Después de ratificar lo declarado por cada uno de los testigos el 18 de julio, se le pidió al acusado escoger a su defensor. Chávez seleccionó a don Nabor Rodríguez, a quien el Juez le dio el cargo como defensor, dándole las 16 fojas útiles de las diligencias llevadas a cabo. Don Nabor, en un extenso escrito argumentaba la defensa propia de su cliente, decía que las ofensas con piedras le pudieron provocar la muerte. Presenta la visión o el sentimiento del nuevo mexicano ante los casi extintos indígenas del río Bravo. Los tompacuas El defensor explicó que eran pocos los indígenas que quedaban conocidos como “compacuaces” (sic. tompacuas). Decía que éstos no “profesaban los principios de la religión cristiana, sin regla alguna de moral que seguir”, sin educación, siguiendo solo lo que le sugiere su “alma grosera y su extraviada razón”. No tenían respeto para sus semejantes, autoridades y sociedad. Nabor Rodríguez pedía que se liberara a su cliente con su correspondiente fianza, después de un mes y días en prisión. El 25 de septiembre de 1837, el entonces Alcalde Serafín González dio por concluida la causa y enviaba el expediente al letrado Dr. Simón de Portes, en Victoria para que dictara sentencia, estando de acuerdo el reo y su defensor.  En 1831, a diez años de la consumación de la Independencia de México, las políticas oficiales del Estado de Tamaulipas poco habían cambiado la situación para los nativos del río Bravo. El alarmante crecimiento en el número de ranchos dentro de la planicie fluvial del río, reducía sus espacios de explotación para la caza, recolección y pesca, oficios que no tenían ningún valor para la nueva sociedad mexicana, quien veía estos métodos de subsistencia como holgazanería o vagancia. Un documento de ese año de 1831, recuenta los nombres y apellidos castellanizados de 55 indígenas de cinco unidades étnicas remanentes que se encontraban en las inmediaciones del sitio de la nueva villa de Reynosa.  De éstos, se repartieron 13 individuos de la etnia tompacuas entre vecinos prominentes de la villa. Los tompacuas (mencionados como compacuaces, cumpacuaces, campacuces, tampacuaces y tampacuas) fue uno de los grupos nativos registrados al norte del Río Bravo y al oriente de Reynosa, después de 1766. Fueron también parte de la misión San Joaquín del Monte de Reynosa. En los años 1850, su territorio se mencionaba desde la región del actual Nuevo Progreso y el Rosario, que en ese entonces pertenecían a Reynosa, hacia las inmediaciones del arroyo Colorado en Texas. En las riberas del río, a la altura de San Lorenzo de la Mesa (Nuevo Progreso), se mencionaban juntos con los sobrevivientes karankawa de la costa central de Texas, como parte del resguardo aduanal con sede en Matamoros, en la década de los años 1850. Aunque no se consideran parlantes de la lengua comecrudo, su nombre proviene de palabras de esa lengua: “tom” y “pakahuai/pakawai”, que en español significa “gente tatuada”. Algunos de ellos participan en diferentes enfrentamientos bélicos en compañía del caudillo regional don Juan Nepomuceno Cortina por esos mismos años. Del cadáver del indio Serafín se sabe que el juez envió un oficio al párroco de la Iglesia de Guadalupe para preguntarle si se le daba sepultura en el camposanto de la villa, preguntándole si había sido bautizado. El cura manifestó que no podía ser sepultado en ese lugar por no ser cristiano. Por lo que la autoridad dispuso se sepultase a orillas del camposanto, fuera de sus límites por la parte norte. Durante el siglo XIX, difuntos extranjeros e indios, que no estuvieran bautizados en la fe católica, no se les permitía a los deudos enterrarlos dentro del panteón de Reynosa. Dibujo de la bayoneta que mató al indio tompacuas Serafín, AMR.