CIUDAD DE MÉXICO .– Cuando regresé a mi casa tras haber sido citado a declarar por la Fiscalía de la dictadura en el proceso montado contra Cristiana Chamorro, bajo el cargo falaz de que la Fundación Violeta de Chamorro, que ella presidía, realizaba operaciones de lavado de dinero, la primera llamada de solidaridad que recibí fue la de Dora María Téllez. “Hubiéramos mandado gente a apoyarte de haberlo sabido”, se quejó.
Había decidido comparecer solo, nada más en compañía de mi abogado, sin prevenir a nadie; pero cuando salí, con mi legajo de papeles bajo el brazo, una nube de periodistas me esperaba afuera, y fue entonces que Dora María se enteró. Me habían citado por ser presidente de la Fundación Luisa Mercado, que realiza el Festival Literario Internacional Centroamérica Cuenta, y teníamos firmado un convenio de cooperación con la fundación de Cristiana para realizar encuentros y talleres sobre periodismo moderno.
El fiscal no me hizo ninguna pregunta concreta, y parecía que sólo quería tenerme frente a él, interrogarme, y hacerme firmar el acta, de acuerdo a las órdenes recibidas, de modo que no necesité echar mano de los documentos que llevaba conmigo, estados contables, copias de cheques, facturas. Se lo conté a Dora María y nos reímos, como siempre, y también, como siempre, nos lamentamos por la revolución aquella de nuestra juventud, un sueño ahora envilecido.
Conocí a Dora María en Managua en agosto de 1978, en la clandestinidad, poco antes de que ella participara en la espectacular acción de la toma del Palacio Nacional, como número dos del comando; Hugo Torres, el número uno, preso ahora igual que ella. Tenía entonces 22 años y tuvieron que cortarle el cabello a lo varonil, la única mujer entre los 25 integrantes del contingente, para que pareciera un soldado de la EEBI, la tropa elite de Somoza. El ardid usado por los guerrilleros para entrar por sorpresa en el edificio fue disfrazarse como miembros de esa fuerza.