Espionaje sin inteligencia... ni Estado

Las posturas oficiales tratan de minimizar la gravedad de los hechos con un silogismo aberrante propio de los autoritarismos represivos

Por Erubiel Tirado La cloaca que vino a revolver el reportaje de The New York Times (19 de junio) sobre un hecho que el gobierno de Enrique Peña Nieto venía restregando en forma discretamente cínica (pero pública con filtraciones selectivas) casi desde el inicio de su gestión, trajo consigo reacciones inmediatas y negativas de sectores sociales y políticos focalizados.  Las posturas oficiales de altos funcionarios –que van del presidente Enrique Peña Nieto hasta los voceros oficiosos– tratan de minimizar la gravedad de los hechos con un silogismo aberrante propio de los autoritarismos represivos. Es la variación que justifica la corrupción como fenómeno cultural. Debemos aprender a vivir con ello: en México se espía porque el gobierno lo hace… o lo permite. El último aspecto del control de daños gubernamental ante el escándalo es la manera de evitar, ya no consecuencias legales ni políticas (como ha pasado con Ayotzinapa, Tlatlaya, Tanhuato, Palmarito, etcétera), sino mayor escrutinio sobre la estrategia para el mantenimiento del poder en 2018 (aunque el actual partido en el gobierno pierda las elecciones). LA PUNTA DEL ICEBERG Los objetivos del espionaje se multiplican de modo inercial y exponencial (por eso el encantamiento de los militares y funcionarios que confunden inteligencia con espionaje), por la misma naturaleza de redes o nodos de comunicación que representa(mos) cada poseedor de un aparato celular. Ya se empiezan a documentar indicios sobre los puntos geográficos de donde proviene la actividad ilegal del gobierno: los centros de fusión de inteligencia, mencionados y vagamente descritos en el Plan Nacional de Desarrollo y el Programa de Seguridad Nacional. El rango de acción coordinada de las dependencias de seguridad federal (Ejército, Marina, Procuraduría General de la República –PGR– y el Centro de Investigación y Seguridad Nacional –Cisen–: no es casualidad que sean los mismos a los que se atribuye la adquisición de los servicios de espionaje electrónico) comprende todo el territorio nacional, distribuido en cinco regiones. De esto poco se sabe y el Congreso no ha exigido información. Es una estructura que se superpone a los mecanismos tradicionales de control político y social de las delegaciones (Cisen, PGR) y las zonas y regiones militares y navales. La inteligencia del Estado mexicano se vulgariza al servicio del grupo gobernante en turno para intereses que poco o nada tienen que ver con la seguridad nacional. Esto último es a lo que se refiere el presidente en su primera defensa pública del tema. Sin embargo, hay que dimensionarlo por sus consecuencias. Esta aceptación, junto con su ilógico desdén (algo así como “a mí también me espían… y no me quejo”), ha permitido esparcir la especie de que no es sólo el gobierno federal el que compra tecnología o servicios de espionaje (Eje Central, 22 de junio), sino que éstos son objeto de subrogación contractual (es decir, “tercerizan” contratos de bienes o servicios). Esto significa que los operarios iniciales y que hicieron la primera y mayor erogación (Sedena, Marina, Segob-Cisen-Policía Federal, PGR) directamente o a través de intermediarios locales permiten su sobreutilización (¿sólo comercial?) sin control alguno (lo que supone responsabilidades administrativas y penales). Esto nos permite arribar a dos conclusiones iniciales sobre una estrategia de control político y de represión selectiva en su caso. Primero, que existe un doble seguro de borrado de huellas sobre la autoría del espionaje, uno de carácter técnico (porque la tecnología o el programa informático que lo realiza tiene características de no rastreo) y otro de tipo político-administrativo. Pero “Pegasus” no es el único recurso o servicio informático del que se han valido agencias federales de seguridad y gobiernos estatales, por lo que el deslinde, si es que lo hay por parte de la “investigación” de la PGR, es prácticamente imposible. Segundo, esta exposición de un cadáver político-mediático, que sale o se saca del clóset como aconsejan los estrategas de campañas, permitirá en el mediano plazo y ya en el fragor de la guerra sucia que se anticipa para 2018 (el Estado de México fue sólo un anticipo) exponer materiales oprobiosos y supuestamente comprometedores de políticos y líderes sociales opositores al régimen (o regímenes en el caso de 30 estados) para minar su credibilidad. Las quejas de los afectados que señalan al gobierno federal y sus agencias se diluirán ante las investigaciones, versiones y desmentidos oficiales que, desde ahora, ya se realizan, lo que desviará la atención de los supuestos factores y personajes ajenos al gobierno que tienen, de modo inexplicable, las capacidades de intrusión ilegal que adquirió en principio el gobierno federal. IMPOTENCIA SOCIAL En cualquier supuesto, de responsabilidad o no del espionaje por parte del gobierno de Peña Nieto, la conclusión es grave, por comisión o por omisión. Si la acción investigadora y persecutoria de la PGR es siempre favorable a proteger al gobierno (el caso Ayotzinapa con su “versión histórica” o la liberación del sargento que realizó una ejecución extrajudicial en Palmarito son más que elocuentes), la acción limitada del Congreso que pudiera tener sobre el tema del espionaje deja a la población inerme e impotente ante los agravios. Es falso que la Comisión Bicameral de Seguridad Nacional tenga atribuciones fiscalizadoras y de investigación sobre funcionarios y agencias civiles y militares, como se afirma de modo tendencioso (Alejandro Hope, El Universal, 22 de junio de 2017). El “contrapeso” legislativo se reduce a citar funcionarios (o ir a sus oficinas en el caso de los jefes militares) y pedir informes que no siempre consigue. Ante esta indefensión ya se plantea desde la sociedad una investigación independiente. Sin embargo, esto impone la necesidad de que la instancia que se proponga –junto con sus integrantes, con calidad técnica y moral intachables– tenga la confianza del gobierno y los líderes de la sociedad organizada. Y, claro, que se asuman sus conclusiones y recomendaciones con consecuencias, legales y políticas, sin pasarlas por el tamiz discrecional de que sea una potestad de los involucrados (como ocurre con las recomendaciones de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos). No existe precedente de este tipo en nuestra frágil democracia, salvo experiencias fallidas como la que se hizo con la guerrilla del Ejército Popular Revolucionario (EPR) hace casi dos lustros para aclarar y deslindar la desaparición forzada de dos de sus dirigentes… y que dinamitó el propio gobierno federal.