Desde que mi memoria me lo permite, vi a mi madre como una mujer muy ordenada, tanto, que incluso las cosas viejas que ya no se usaban las guardaba en el desván. Ella no era como otras madres que tenían desvanes a donde las cosas llegaban a vivir hasta que el polvo, las telarañas y el tiempo les daban el último y fatal golpe.
Desde muy pequeña yo observaba cómo aquel lugar secreto se iba llenando de cosas que alguna vez habían vivido cerca de mis padres, abuelos, familiares o amistades. Y es que mi madre no sólo guardaba ahí sus cosas viejas, sino que todos los cercanos a la familia acostumbraban darle a ella cada objeto que ya no querían en casa, pero que tampoco podían tirar. ¿Les ha pasado eso? ¿Que un objeto sea valioso por sus recuerdos, pero que ya no encuentre acomodo en el pequeño departamento o las gavetas llenas de nuevos tiliches más acostumbrados al presente que al pasado?
Aquel desván de mi infancia iba acumulando cosas en orden prodigioso, yo veía a mi madre acomodar en cajitas del mismo tamaño los objetos que cabían en cajitas del mismo tamaño, incluso a algunos recién llegados los lograba ajustar hasta que cupieran en uno de los estantes y sus cofres. La observaba recibir los objetos como una hechicera a quien le llevan cosas mágicas que la gente ya no sabe que son mágicas. Ella las tomaba con respeto y luego las llevaba a aquel sitio de la casa, les buscaba el lugar apropiado como una matemática perfecta, y la entrega quedaba instalada como urna de algo que un día se amó.
El caso es que un día, durante una Navidad particularmente fría, una Navidad particularmente dolorosa, mi madre perdió a su madre y pasó la noche fuera, yo me quedé en casa con una tía joven y llorosa, nadie prendió el árbol, nadie preparó la cena, la abuela había estado enferma todo el mes de diciembre, y no hubo tiempo de planes, ni regalos ni otras de esas cosas que alumbran la Navidad.
Aquel 24 de diciembre, no sé qué hora sería, la tía había caído rendida de tanto llorar, la casa estaba en silencio. Yo escuché una canción de cuna, salí de la cama, avancé siguiendo la melodía por los pasillos largos, hasta el desván donde mi madre guardaba las cosas viejas. Cuando entré, ¡las cosas brillaban!, eran como estrellas en un cielo encerrado, comprendí que, lo que mi madre guardaba, no eran cosas, eran recuerdos: en los estantes, perfectamente dispuestos, y en cada rincón de aquel desván, lo que habitaba era el corazón extremadamente ordenado de mi madre.