El telescopio espacial James Webb ha sido lanzado con éxito desde el puerto espacial europeo de la Guayana Francesa. Una media hora después del despegue, los responsables del control de la misión han recibido la señal de que el enorme observatorio espacial se había separado de la última parte del cohete que lo impulsaba y había desplegado los paneles solares.
La cámara de la última etapa del cohete europeo Ariane 5 ha grabado el momento en el que el telescopio se ha desanclado para continuar el camino ya por sí solo. Era la última vez que la humanidad podía ver el observatorio, que surca el espacio en dirección al segundo punto de Lagrange, a 1,5 millones de kilómetros de la Tierra, donde intentará captar la primera luz del universo, aparecida hace 13.700 millones de años.
“Hoy le hacemos un enorme regalo de Navidad a la humanidad”, ha celebrado Josef Aschbacher, director general de la Agencia Espacial Europea (ESA), uno de los promotores principales de la misión, junto a EE UU y Canadá. “El James Webb nos permitirá hacer nueva ciencia y ya ha permitido un gran desarrollo tecnológico”, ha añadido.
Durante las próximas horas, días y semanas, el telescopio realizará la secuencia de maniobras y despliegues automáticos más compleja de la historia hasta que, dentro de un mes, llegue a su destino.
El James Webb será el sucesor del telescopio espacial Hubble, que comenzó su vida útil con mal pie. Sus sistemas de visión no funcionaban bien y hubo que enviar astronautas para repararlo. Todo acabó solucionándose y el Hubble cambió para siempre nuestra visión del universo. Nos mostró lugares a los que nunca antes se había llegado, con galaxias que nacieron hace unos 13.000 millones de años. Aunque fue diseñado antes de que se supiera que existen planetas alrededor de otras estrellas más allá del Sol —exoplanetas—, las lentes del Hubble fueron capaces de observar estos mundos e incluso distinguir sus atmósferas.
El James Webb irá mucho más lejos en el tiempo y en el espacio que el Hubble. Si todo va bien, podrá ver la primera luz del universo que fue emitida por los primeros grupos de estrellas agrupadas en las primeras galaxias hace unos 13.700 millones de años. Esto es apenas 100 millones de años después del origen del universo tras el Big Bang, una región del cosmos que jamás ha sido explorada y donde la naturaleza probablemente nos tiene guardada alguna sorpresa, como ha explicado a EL PAÍS el Nobel de física estadounidense John Mather, uno de los padres científicos del Webb.
El nivel de nerviosismo de todas las personas involucradas en esta gran empresa científica es mayor que con lanzamientos anteriores, pues todo tiene que salir perfecto: no hay posibilidad alguna de ir a reparar el telescopio si algo falla; estará sencillamente demasiado lejos para poder enviar astronautas.
“Estoy entusiasmado porque veo ya muy cerca el inicio de las operaciones científicas”, explica Santiago Arribas, astrónomo del Centro de Astrobiología (CAB) que lleva involucrado en el proyecto desde finales de los años noventa. Actualmente, es investigador principal de la participación española en Nirspec, uno de los cuatro instrumentos científicos del Webb, que ha sido desarrollado por la Agencia Espacial Europea.
Una de sus ventajas será la capacidad de hacer “espectrografía infrarroja”. “Esto permite descomponer la luz infrarroja, de forma similar a como la luz visible se dispersa en colores al pasar por un prisma”, explica Arribas. “Analizando esta luz podremos obtener la composición química del objeto que miramos, sus propiedades físicas, y también cómo se está moviendo. Nirspec detectará señales de luz muy, muy débil de objetos muy lejanos. Nos llevará a una época primigenia del universo, cuando se formaron las primeras galaxias”, resalta el astrónomo.
“El instrumento también es capaz de registrar la luz de hasta 200 galaxias a la vez. Esto permitirá obtener muestras de muchas galaxias en diferentes épocas cósmicas y saber cómo se han transformado hasta lo que son hoy”, señala Arribas.
Se piensa que las primeras galaxias pudieron ser amasijos informes muy afectados por las violentas explosiones que producían las primeras estrellas al morir. Después, se fueron calmando y, en algunos casos, ordenando hasta tener una espectacular estructura en espiral como la de la Vía Láctea. Nosotros, la Tierra y el resto de planetas del sistema solar, estamos en la cara interna de Orión, uno de los brazos de la espiral.
El James Webb será el primer telescopio espacial capaz de estudiar en detalle planetas que orbitan estrellas más allá del Sol y decir si en ellos hay agua, metano, dióxido de carbono y otros compuestos que podrían destapar la posibilidad de que exista vida. “Este telescopio va a cambiar nuestra visión de los exoplanetas desde el punto de vista físico y químico”, explica David Barrado, investigador principal del instrumento Miri en el Instituto de Tecnología Aeroespacial, organismo que ha tenido un papel protagonista en la construcción, junto al CAB, ambos en Madrid.
En sus primeros años de operación, el Webb se centrará “en unas pocas decenas de exoplanetas”, explica Barrado. Entre ellos está el sistema solar de Trappist, una estrella a 40 años luz. Esta distancia es ínfima en términos cosmológicos, pero inasumible para las sondas espaciales humanas. Para alcanzarla habría que viajar durante 40 años a la velocidad de la luz, algo impensable con la tecnología actual.
En 2017, se descubrió que Trappist cobija siete planetas rocosos como la Tierra. En su primer año de operación, Barrado participa en un programa para observar en detalle dos de estos planetas, el b y el e. Del primero esperan captar la luz directa. Es posible que este mundo con un tamaño similar a la Tierra sea más parecido al infernal Venus que a nuestro planeta.
Trappist es más interesante para hallar indicios de vida. Está en la zona adecuada en torno a su estrella para poder albergar agua líquida. Si su atmósfera tiene gases de efecto invernadero podría tener unas temperaturas en superficie similares a las de la Tierra. “No tenemos ni idea de lo que vamos a ver en estos planetas”, explica Barrado. “Hasta ahora solo hay suposiciones sobre la composición química. El James Webb podrá decirnos de qué está hecha con alta precisión”, destaca. Lo mismo sucederá con otros exoplanetas de los que hasta ahora únicamente hemos conocido “pinceladas”, añade el científico.
Tras el despegue de este sábado, el Webb realizará la secuencia de despliegue más compleja de la historia, según la NASA. La agencia espacial estadounidense es el principal promotor de este proyecto, en el que también participan la ESA y la agencia de Canadá. Hay unas 300 operaciones que podrían salir mal, arruinando la misión. Todo el despliegue de este enorme observatorio está programado y se hará de forma automática, sin que los responsables del centro de control de la misión puedan intervenir.
El cohete Ariane 5 ha impulsado al telescopio durante unos ocho minutos para permitirle escapar a la fuerza de gravedad de la Tierra y salir al espacio. Una media hora tras el despegue el telescopio ha activado su antena de comunicación con la Tierra y sus paneles solares, que le permiten dejar de alimentarse de su batería eléctrica, no muy diferente de la que usa un coche.
Este telescopio es como una descomunal mariposa robótica que irá desplegándose a medida que viaja hacia su destino. Durante los primeros días de viaje se abrirán los soportes del parasol, que tiene el tamaño de un campo de tenis y que debe garantizar que en el lado de sombra el telescopio pueda alcanzar los 233 grados bajo cero. Esto es esencial para que funcione correctamente el espejo primario: un ojo hecho de 18 placas hexagonales con un diámetro total de seis metros y medio, el mayor que se haya lanzado nunca al espacio. Es tan grande que va plegado sobre sí mismo. Las maniobras de apertura comenzarán dentro de 13 días. Una vez alcanzado su destino, el telescopio pasará varios meses probando todos sus instrumentos y circuitos. Las primeras observaciones científicas se esperan para el próximo verano.