buscar noticiasbuscar noticias

Alex Ross: “No trato de exculpar a Wagner, sino de exponer su complejidad”

El autor Alex Ross rastrea en su monumental ‘Wagnerismo’ la presencia del músico alemán en el arte y la política y matiza el cliché hitleriano que le persigue

En una de las secuencias más famosas de la filmografía de Woody Allen, este y Diane Keaton salen a paso ligero del Met de Nueva York en el primer acto de Der fliegende Holländer (El holandés errante). Keaton dice: “El trato era que yo aguantaría el partido de hockey y tú verías toda la ópera”. A lo que este responde: “No puedo escuchar tanto Wagner, ¿sabes? Empiezan a entrarme ganas de invadir Polonia”. El chiste es tan famoso que seguramente usted ya lo conocía. Pero sigue siendo un buen resumen de una ecuación arraigada en la cultura popular: Wagner es igual a nazismo (imposible comprobar si el cineasta judío escribió ese diálogo con esta otra frase de Hitler, de estructura parecida, en la cabeza: “Cuando oigo a Wagner, tengo la sensación de estar escuchando los ritmos primigenios”).

El crítico musical Alex Ross.Alex Ross: “No trato de exculpar a Wagner, sino de exponer su complejidad”

Wagnerismo (Seix Barral, traducción de Luis Gago) cuenta la historia de la “influencia más grande que un compositor haya tenido nunca más allá de la música”. “Los hay más escuchados y los hay más populares, pero nada es comparable a Wagner, salvo quizá los Beatles o Dylan en los sesenta. No hay un bachismo, ni un beethovenismo, y sí un wagnerismo como fenómeno cultural autónomo”, explicaba el lunes Ross ante una pared de CD, en una videoconferencia celebrada con él y su gata Minerva desde Los Ángeles. Llegó a la costa Oeste hace tres años de Nueva York con su marido por “motivos personales, pero también musicales”: el escritor considera la Filarmónica de la ciudad, dirigida por Gustavo Dudamel, la orquesta más estimulante de Estados Unidos por la atención que presta a la música contemporánea, que es la que más le interesa para su “trabajo como crítico”.

Por las páginas del último ensayo del autor de El ruido eterno (2009), fenomenal superventas, también en España, sobre la música del siglo XX, desfilan el Wagner teosófico y el animalista, el satánico, el vegetariano, el socialista, el anarquista, el feminista, el gay, el negro y también el judío. Y lo hacen de la mano de un impresionante club de fans, presidido por Nietzsche, que abandonaría pronto el cargo, e integrado por Baudelaire, Mallarmé (que adoraba al “dieu Wagner”), Proust y el resto de la hinchada francesa. William Morris y la “nostalgia progresista” de los pintores prerrafaelitas. George Bernard Shaw (“el perfecto wagnerófilo”), Virginia Woolf, James Joyce, Willa Cather, Thomas Mann, Coppola en Apocalypse Now o Tàpies y Joan Brossa en la muy wagneriana Barcelona, que corrió en la Nochevieja de 1913 para convertirse en la primera ciudad europea fuera de Bayreuth en estrenar Parsifal.

Tal es la magnitud de su figura y tales sus contradicciones como músico, pensador y escritor que en siglo y medio ha servido a cada una de esas decenas de personalidades para los más variados propósitos: desde preparar el camino a las vanguardias hasta revolucionar el teatro o la arquitectura; desde acuñar el concepto multiusos de Gesamkuntswerk (obra de arte total), a poner banda sonora al matrimonio (con el coro nupcial de Lohengrin) o alimentar el cine fantástico. “El libro trata sobre cómo todos ellos acudieron al compositor y se vieron reflejados en él, como si suplantaran su personalidad en su propio provecho”, añade el escritor.

La poblada galería de invitados no aparta a Ross, que ha empleado 10 años en la tarea, del espinoso tema del feroz nacionalismo antisemita de Wagner, aunque lamenta que un artista capaz de la universalidad de “Shakespeare o Esquilo” haya quedado reducido al cliché de haber servido de “hilo musical del genocidio”. Más bien al contrario, el crítico se adentra con aplomo en territorios sombríos de la mano de las opiniones más deleznables del compositor, recogidas en los diarios que Cosima, su segunda mujer, empezó a redactar en 1869, así como de su libro más tristemente famoso: El judaísmo en la música, publicado primero como un anónimo y reimpreso “consecuentemente” con su propio nombre 19 años después, cuando ya estaba en la cúspide de la fama.

Entonces, ¿a quién hay que culpar de los malentendidos en torno al compositor? ¿A él mismo o a los que vinieron después? “Wagner fue responsable de esa catástrofe, sin duda”, opina Ross. “En sus últimos años se mezcló con algunos elementos muy siniestros de la sociedad alemana, que propugnaban un racismo pseudocientífico y que colocaron los cimientos de la ideología nazi. Y al mismo tiempo participó de ello solo en parte, porque hay muchos aspectos de su obra que no casan bien con esas ideas totalitarias. En términos políticos, fue anarquista, siempre opuesto a la organización del Estado y a la militarización que propugnó el Tercer Reich. Se enfrentó al Imperio alemán. Y era muy decadente, poco convencional. El nazismo se quedó solo con parte de su legado. Su antisemitismo, sin duda, sus ideas nacionalistas, también, pero no su izquierdismo, su religiosidad (Parsifal es un dechado de compasión, sentimiento sin duda ajeno al Führer) o su sexualidad poco ortodoxa. Quiero que se entienda que no trato de exculparlo, sino de exponer sus complejidades”.

En esa “falsificación” fueron borrando capas y capas de su inabarcable personalidad, que luego hubo que restaurar tras la guerra en un proceso de “desnazificación” en el que se afanaron musicólogos, filósofos, directores de orquesta y escenógrafos.

 “Es una historia trágica; nada habría hecho más feliz a Hitler que saber que su compositor favorito quedaría ligado eternamente a su nombre”. Ross pone en cuestión otra oscura convención: pese a la imagen forjada por el cine, Wagner no sonaba sin parar en los campos de exterminio. “Hay un par de testimonios de supervivientes que lo recuerdan, pero la mayoría, incluido Primo Levi, habla de melodías populares, marchas, valses, canciones de éxito. Todo formaba parte de un diseño psicológico brutal; emplear la música ligera como arma de sadismo”.

Las valquirias van al cine

Wagnerismo dedica un capítulo a la influencia del compositor en el cine, de El nacimiento de una nación (1915), de D. W. Griffith, a The Blues Brothers (1980), de John Landis, en la que unos neonazis corren al ritmo de La cabalgata de las valquirias, pasando por Bugs Bunny (What’s Opera, Doc?, 1957). Alex Ross explica que el arte de las bandas sonoras no sería el mismo sin la recurrencia de los Leitmotive, que el músico empleó magistralmente con fines dramáticos. Podría decirse que el estreno del Anillo en 1876 en Bayreuth se adelantó casi 20 años a la experiencia de la sala de cine. ¿Y qué es una película si no una Gesamtkunstwerk, aspiración wagneriana a la obra de arte total?

Ross oye el eco de Parsifal en The Matrix (1999): “Cuando Neo para las balas en el aire recuerda a cuando Parsifal detiene en la lanza de Klingsor”. Aunque la simbiosis más famosa tal vez sea Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola (con, de nuevo, las valquirias en danza).  “La célebre escena de los helicópteros retrata a los americanos como a despiadados agresores, no muy distintos a cómo los alemanes se presentan en muchas películas. Es un cliché cinematográfico que los villanos escuchen a Wagner. Ahí son los americanos los que lo hacen mientras bombardean una aldea”.

imagen-cuerpo

Cartel de la representación de ‘Parisfal’ en la Nochevieja de 1913 en el Liceo de Barcelona. Fue el primer teatro de Europa en representar la gran ópera wagneriana después de Bayreuth en 1882.

imagen-cuerpo

Adolf Hitler saluda a Winifred Wagner, viuda del hijo del compositor, en Bayreuth.



DEJA TU COMENTARIO
PUBLICIDAD

PUBLICIDAD